EL MENSAJERO DE TARSIS

Página literaria www. taifasa.es. Edición de autor

Escrito por: Arturo Martín Neira. 1980.


Adalid se levantó a duras penas de la cueva en que se había resguardado y trató vanamente de enderezar sus miembros encogidos. Miró al cielo y se alegró al ver su azulada claridad pero los árboles chorreaban aún el agua del chaparrón que había atronado la isla durante más de veinte horas. Esa maldita lluvia le había retrasado muchísimo precisamente ahora que tenía que cumplir una misión de tanta trascendencia.
Era curioso que después de los años que había pasado al lado de Tarsis en esa pequeña isla de Ata nunca le hubieran confiado nada de tanta envergadura y peligro. Se admiraba por ello recordando lo que dejaba atrás, todo el poblado ese de indígenas que vivían al lado de Tarsis, el señor de Ata, que así le consideraban, y la plácida vida que había encontrado junto a ellos y los otros extranjeros. En ese instante un estremecimiento le recordó su encargo, el peligro que comportaba, la ineludible necesidad de tener éxito.
Se puso en marcha a la vez que comía algo de las provisiones que llevaba. Se dirigía hacia la playa dónde estaba la canoa, la única de que disponían ahora pues las tremendas lluvias de los últimos meses habían arrastrado las demás a un desconocido paradero. Su misión estaba relacionada con las desdichas que venían sufriendo en la isla en los últimos tiempos. Desdichas provocadas por unos advenedizos que se habían apoderado de la vecina isla de Tongatapu y que tenían proyectados hacia Ata unos temibles rayos a los que llamaban Marcian y que tenían la propiedad de provocar lluvias tormentosas y envenenadas con virus causantes de tifus y otros extraños males. Esas lluvias salvajes eran el peor enemigo de la isla de Ata, poco a poco habían ido inundando las playas, los caminos y los poblados y el agua iba ascendiendo más y más cada vez amenazando con sumergir la isla en el mar para siempre. Los hombres y animales que habían podido se habían refugiado en las cimas más altas huyendo del horrible caos. Los animales están anonadados, los indígenas pasan el día arrodillados rogando la salvación a sus dioses. Tarsis, como buen capitán, mira con su catalejo hacia el mar, sabiendo que nada ni nadie conseguiría hacerle abandonar su barco y en el propósito de vivir su último naufragio.

Antes de salir le había dicho:

-“Adalid, ve a ver a Biala en Tongatapu y dila de mi parte que llegó la hora de actuar. Cuídate de los peligros que te acechan y huye de ellos todo lo posible, al menos hasta que hayas cumplido la misión que te encomiendo”.

Y ahora, después de dos días sin poder avanzar apenas, tendría que seguir caminando hasta llegar a la canoa, pisando barro y nadando entre las copas de los árboles y dar la vuelta hasta el norte y remar, sin desorientarse, las veinte frágiles millas del estrecho de Ormuz, y seguir y cuidarse de los furiosos aguaceros que despedirían los rayos Marcian y que en el mar tenían siempre un efecto fatídico, revolviéndolo hasta lo indecible.
Tras cinco penosas horas llegó hasta la canoa, amarrada a un gigantesco abedul, subió y se sentó a descansar, quitó el plástico que la cubría y gracias al cual el agua de la lluvia resbalaba por los bordes aunque tuvo que achicar un poco que se había colado por pequeños agujeros. El sol brillaba dominante y no había sido ocultado todavía por esas horrorosas manchas grises portadoras de la desolación que ya le resultaban a Adalid harto familiares. ¡Tenía que aprovecharse ahora, antes de que el cielo volviera a llenarse de nubes! Cortó la amarra, asió los remos y comenzó a surcar las aguas, que aunque no estaban furiosas tampoco presagiaban mucha calma. Soplaba un viento suave del sur; al rodear la isla se fijó en los estragos que estaban causando las continuas lluvias, hasta el punto de que la fisonomía de Ata había variado por completo, sólo se veían los altos de la tierra cual islas diminutas y las crestas de los milenarios árboles se veían cómo náufragos gigantes. Siguió remando y fue alejándose poco a poco a través del estrecho. Sabía que al llegar a las diez millas debía extremar la precaución y burlar la vigilancia de los guardias de Tongatapu. Según los tratados internacionales de la humanidad, impuestos después de la devastadora guerra que asoló a todo el planeta, diez millas era el límite al que se podía llegar sin permiso de los habitantes de la isla, también de acuerdo con esos mismos tratados nadie podría usar armas contra ningún pueblo, ni siquiera indirectas, pero bien se sabía que muchos se lo saltaban a la torera y más en esos islotes alejados de los grandes países. Siempre tenían los pueblos más fuertes algún sofisticado invento tecnológico para experimentar con los débiles e indefensos. Desde el día en que se habían instalado esos científicos en Tongatapu y habían amaestrado malamente a los indígenas se estaban cargando la paz en la zona, otra vez, convirtiéndose en unos vecinos incómodos y agresivos no sólo para ellos, en Ata, sino también para. Fidji, Togua y Tonga, siendo como eran estas islas mucho más extensas que Tongatapu. “Pero estos invasores no sabían lo que les esperaba —siguió pensando Adalid mientras remaba— a pesar de los pocos que quedábamos en Ata, había llegado la ocasión de dar una buena lección a nuestros pretenciosos vecinos”

De pronto atisbó a lo lejos una lancha enemiga. Si le veían era hombre muerto, pensaba, esas lanchas tenían motor y él sólo contaba con sus fuerzas para remar, no había otra solución, había que pasar desapercibido. Se quedó quieto dejándose llevar por la marea, sin perder de vista la lancha, que no parecía haberse dado cuenta de su presencia. “Es una suerte —pensaba Adalid— haber llegado hasta aquí, pues estoy fuera del alcance de los rayos”. Vio negros nubarrones encima de Ata, pensó en su señor y amigo, Tarsis, quien no se dejada abatir por ninguna tormenta. A todo esto la marea le había ocultado y siguió remando con muchísima cautela. Habría avanzado tres o cuatro millas y ya se divisaban los contornos de Tongatapu cuando aparecieron ante él lo menos cuatro lanchas y lejos de pasar de largo le avistaron y fueron en su persecución. Adalid, al verse en lo inmediato del peligro dejó de temblar, se irguió en su canoa y apretó entre sus manos el largo y afilado cuchillo que llevaba consigo. Vendería cara su vida si le daban caza. Las lanchas se iban acercando, de una en una. La primera le iba a dar alcance cuando Adalid, repentinamente inspirado, se echó cuan largo era en el suelo de la canoa. Nada más tomar contacto con la humedad de la madera sintió dos disparos volar sobre su cabeza, se levantó y antes de que sonara la segunda ráfaga se tiró al mar llevando el cuchillo en la boca. Buceó hasta toparse con la lancha, su primera idea fue hacerla un buen agujero pero antes de realizarlo salió a la superficie a tomar aire. Vio al hombre que había disparado, mirando hacia el mar y dándole la espalda, agachado. Subió a la lancha Adalid y cuando el otro se percató e intentó darse la vuelta le propinó una patada en el costado. El “cazador». Cayó al agua y en ese momento las otras dos lanchas llegaban hasta allá, Adalid puso el motor en marcha, se ocultó de las balas y salió disparado. Después de una larga persecución logró despistarlos, se acercó luego a la costa rodeando la isla y cuando se sintió completamente a salvo tomó tierra y procedió a camuflar la lancha. No conocía la isla y estaba desorientado pero no importaba. ¡De buena se había librado!

Caminó con precaución durante mucho tiempo. La espesa vegetación de Tongatapu le tenía sumido en un gran despiste y le parecía no hacer otra cosa que dar vueltas al mismo sitio. Se estaba retrasando muchísimo y la impaciencia le estaba destrozando los nervios. Sabía que a esas horas habrían dado la alarma y le estarían buscando por todas partes. Siguió así dos días haciendo pequeños altos para descansar. Cuando estaba a punto de abandonarse, extenuado, divisó las luces del poblado en la lejanía. ¡Por fin! -Pensó-. Se imaginaba que en Ata debían estar todos ahogados. Tenía una sensación de inutilidad por su tardanza, aparte de un cansancio inhumano que le oprimía los músculos doloridos. Esperó a que se cerrara la noche y avanzó hacia el poblado, escondiéndose cada veinte pasos para explorar. Al llegar a una pequeña plaza reconoció una estatua que según le habían dicho era el lugar de donde partía el pasadizo secreto que había de llevarle hasta Biala. La estatua representaba un águila que llevaba agarrado un cordero, surcando los aires. Tanteó por todos los lados hasta que dio con una pared falsa que se abrió después de golpearla de la forma convenida. Entró, cerró y se encontró en medio de una oscuridad impenetrable. Avanzó como un ciego, sin dejar de tantear la pared, tropezando con las piedras y muerto de miedo, aterido de frío. Pero siguió avanzando, no había tiempo que perder. Al rato vio un claro en lo alto. Unas rejas dejaban pasar finos hilos, de luz. Tiró unas piedras con la esperanza de llamar la atención a los de arriba, una y otra vez pero nada, recibió la callada por respuesta. No hacía más que estornudar, se acurrucó a un lado, fatigado. Tenía la sensación del fracaso, según sus someros cálculos habían pasado ya cuatro días desde que salió de la cima en que se refugiaban sus amigos de Ata, sería imposible que hubieran podido resistir cuatro días más de lluvias salvajes, la isla habría dejado ya, lo más seguro, de ser un pedazo de tierra visible. Lloró y cerró los ojos. Quedándose dormido casi al instante.

Soñó con el otro mundo, llegaba y allí estaban esperándole sus compañeros de Ata acompañados de estrambóticos seres alados. ¡Por fin se hace justicia! —Decían— ¡Mira la situación a la que nos ha llevado tu desidia! Luego era juzgado por un tribunal de diablos rojos que tenían largas colas que utilizaban como látigos y le decían: “Habla, habla o te torturaremos, habla”. Luego le llevaban a la hoguera y Tarsis, los extranjeros y los indígenas de Ata iban cantando loas a los verdugos. Luego se vio a sí mismo consumiéndose en las llamas, profiriendo espantosos chillidos. “Son llamas atómicas”—oía decir a los diablos— “llamas atómicas”

Se despertó gritando, completamente sobresaltado. Abrió los ojos, los cerró extrañado. Los volvió a abrir y se los restregó con las manos pues no parecía verdad lo que estaba viendo. Se hallaba tumbado en una cama de paja, en una habitación de paredes blancas y desnudas. A su lado, un recipiente lleno de café humeante. Se acordó de los gritos que había proferido durmiendo y se asustó. Estaba mareado, se palpó la frente y sintió que se le quemaba la mano. Al rato entró una mujer ataviada con los típicos tapujos de las islas y le saludó con una sonrisa. Era una mujer mediana que aparentaría unos veinticinco años, con porte de señora continental y una cara serena y expresiva.

-¿Quién eres? —Preguntó Adalid. Todavía fuera de si.

—Soy Biala, amiga de Tarsis. Te esperaba hace días y se me ocurrió mirar al pasadizo por casualidad. Ojalá estemos aún a tiempo, has estado inconsciente y delirando durante cuarenta horas y no he podido reanimarte.

Estas palabras acabaron de sacar a Adalid de su sopor enfermizo.

—“Come y vístete estas ropas, en media hora partimos’—. Dijo Biala al tiempo que besaba cariñosamente a Adalid. Luego le dejó solo. Al rato estaban en camino, volvieron a meterse en el pasadizo y andaron por él rápidamente bajo la luz de unas antorchas. Salieron a la superficie, andaron unos cincuenta metros y se metieron en otro túnel, pero éste más estrecho que el anterior, hasta el punto que había tramos en los que tenían que ir cuerpo a tierra. En el camino Biala le contó muchas cosas. Cómo había variado la vida de la isla desde que llegaron esos malditos científicos, cómo habían utilizado a los habitantes para sus pérfidos objetivos y cómo habían acabado ejemplarmente con cualquier conato de rebeldía haciendo vistosas ejecuciones en la plaza.
Después de recorrer el túnel caminando por sus recovecos le dijo Biala:

-“¿Ves aquella especie de compuerta?” “Ha llegado el momento de actuar”. Entreabrieron dicha compuerta y esparcieron mediante un Spray el cloroformo que contenía por la estancia. Dejaron pasar un rato, se pusieron una máscara de protección y entraron. Había un vigilante con la cara amoratada de respirar el veneno. Sentada delante de una mesa llena de pantallas y máquinas se hallaba una mujer, inconsciente. Se dirigieron a una puerta, la entreabrieron para volver a esparcir el cloroformo. Al rato prudencial entraron y hallaron cinco cuerpos en el suelo, daban muestras de haber estado convulsionándose espasmódicamente.

—Este es el centro neurálgico de operaciones. Desde aquí disparan los rayos. Rápido, coloca la dinamita que nos vamos. —Dijo Biala.

Adalid obedeció prontamente. Se sentía emocionado. Salieron de allí y fueron por todo el túnel alargando la mecha de la dinamita, al salir a la superficie la prendieron. Fueron hasta un establo y montaron dos briosos caballos. Estaba sonando una alarma machacona y persistente y el poblado estaba tomado por guardias que buscaban un rastro, una pista que les llevara a evitar lo… Inevitable. Salieron nuestros amigos de estampida, al galope, sorprendiendo a los que pudieron verles, oyeron tras ellos algunos disparos que no hicieron blanco y al alejarse del poblado oyeron una gran explosión que casi les deja sordos. Dieron gritos de júbilo, se chocaron las manos y siguieron cabalgando en dirección a la lancha. A las cinco horas dieron por fin con ella. Subieron, pusieron en marcha el motor y se encaminaron hacia Ata.

Alargaron el viaje para despistar a las lanchas enemigas y tuvieron la suerte de no toparse con ninguna, aunque temieron alejarse del estrecho por si se perdían y no daban con la dirección adecuada.
Estuvieron mucho rato buscando la isla y no daban con ella. Ya temían lo peor y desesperaban de encontrarla cuando divisaron a lo lejos una cabaña flotante. Quedaron completamente flipados. Ya casi les daban por muertos, aunque… ¿Serían ellos?

Cuando llegaron se encontraron con un espectáculo asombroso. En las pequeñas dimensiones de la cabaña estaban arracimados casi unos cincuenta hombres y mujeres y otros tantos animales. Tarsis, al descubrirlos, salió a su encuentro en una pequeña barca. Grandes gritos de contento salieron de todas las bocas al saber la noticia de la destrucción de los emulsores de los rayos marcian. Luego les explicaron que al ver que el nivel de las aguas ascendía irremisiblemente habían construido esta cabaña balsa y habían lanzado una gran ancla en la isla para que el mar no les llevase a la deriva. Así se habían salvado, aunque el hambre y la sed ya empezaban a hacer estragos. Ahora era sólo cuestión de esperar a que el agua descubriera de nuevo las hermosas y fértiles tierras de la pacífica isla de Ata. Desde entonces Tarsis se ganó el apodo de Noé y Adalid ocupó el puesto de primer mensajero de la isla. En cuanto a Biala se quedó con ellos para preparar la definitiva liberación de Tongatapu.
FIN