La ciudad de la abundancia (final)

Continuación

siete

Tras despedir a sus amigos Armiño y los tres pequeños caminaron juntos hasta la ciudad. Luis, el menor de ellos , le decía:

– ¡Mira, tus amigos están muy bien, son amables y divertidos!

– ¡Sí, son estupendos! -intervino el mediano, Carlos- ¡Son como unos padres de fantasía!

– ¡Ya, de fantasía -se picó Tomás, el mayor- de dibujos animados, querrás decir, o de máquina de marcianos!

– ¡Qué tontería! ¿Acaso no te gustaron?

– ¡Sí, claro que me han gustado, pero los dos se piensan que quieren a Armiño cuando no se saben querer ni a sí mismos!

– ¡Eso sí, desde luego que a Armiño solo le queremos nosotros, así tan de verdad, eso sí!

Y los tres se miraron cómplices y satisfechos y se acercaron al muchacho tratando de rozarse con él para que entendiera así su corazón.

Entonces dijo Armiño:

– ¡Mirad amigos! Ni Ramón, ni Andorina, ni nadie que venga ahora o más tarde podrá cambiar ni quitaros nada, ni una pizquita del cariño que nos tenemos nosotros. Ahora somos algo más que amigos, somos como los amantes, todos y a la vez uno solo!

– ¡Viva! ¡Viva! Gritaban de felicidad los niños, que se pusieron a cantar canciones que alborozaban la noche de los hogares y el silencio de las calles.

Ya en su casa, Armiño se mostraba perplejo; muchas novedades habían invadido su intocable soledad. Daba gracias al Cielo por hacerle tan feliz, aunque escondido dentro de él anidaba el temor a la desgracia.

– “Todo es como un péndulo -se dijo- Cuando gustas la felicidad el péndulo te devuelve al mismo grado de desgracia, para luego volver a subir y bajar, subir y bajar; tanto mayor es tu afán por el bien cuanto mayor mal te hace gustar el retorno infalible y rítmico; como al respirar. ¿Sería posible quedarse siempre arriba, en el placer y el gozo y superar el retorno, de una vez por todas? ¿O encontrar, quizá, un punto medio que te eleve ante las desgracias y te rebaje en el placer?

Su pensamiento le asaltaba excitado. Paseó su mirada por las estanterías, sus cajas, sus dibujos y se serenó al punto vo0lviendo a ser él mismo, consciente de su personalidad y de su mundo. Un afán creador le inspiró y se sentó a la vera de sus pinturas. Mientras dibujaba, su mente se liberaba y se alejaba de miedos y falsos deseos. Imaginaba. Imaginaba a un hombre que tiene el afán de escribir un libro y anda todo el día ajetreado con posibles historias. Las empieza, las esboza, las sueña, pero se ve incapaz de entregarse a ellas. En cambio su vida la vive de manera apasionada, loca y complicada. Vive la novela que quiere escribir en su propia persona, de manera casi inconsciente. Chocando con constancia en el puente que separan los sueños y las realidades.

Tardó luego en conciliar el sueño, por lo que se quedó dormido un poco antes de que clareara el día. Daban ya las doce  cuando le despertó un ruido de voces en la entrada que gritaban su nombre. Todavía entre sueños fue renqueando hasta afuera y se encontró con que estaba allí Ramón, nervioso y con la cara pálida y desencajada. Le hizo pasar a la habitación y entre que se despertaba Armiño del todo y desayunaban procedió Ramón a contarle la causa de su inquietud.

– ¡Quería el libro que me prometiste. Lo necesito. No he pegado ojo en toda la noche! ¡No se lo que me pasa, necesito relajarme con algo!

-¡Sí claro, ahora te lo doy! ¡Ni me acordaba de ello… perdona!

Y perplejo se levantó de la silla Armiño a buscar entre sus libros… al fin y al cabo, un regalo es un regalo. Ahora recordaba que Ramón había regalado El Quijote a Andorina, pero sospechaba que no era esa la causa de la inquietud de su amigo.

Le entregó un ejemplar de un libro que se llamaba “El que cabalga un tigre”. Un libro cuya acción transcurría en la India y que le había causado una impresión especial, un poso que aún no se había apagado en su corazón; Luego de departir unos breves momentos Ramón se disculpó por unos importantes asuntos que le aguardaban.

-¡”No se Ramón si acierto a comprenderte, vete como quieres pero se que me ocultas algo; si quieres ser sincero conmigo aquí me tienes.”!

– “Gracias, gracias…ahora me debo ir pero otro día charlaremos más despacio, de verdad, pero ahora… en fin, adiós.

Se oyó el golpe de la puerta al cerrarse y Armiño permaneció aún largo rato mirándola. Nunca había visto así a su amigo; le recordaba  al hombre que subió el primer día, enfurecido y disgustado, víctima de una tonta casualidad. Y ante la puerta que se acababa de cerrar quedaba borrosa la imagen del hombre jovial y desenfadado, joven y valiente, que había sido su amigo hasta ahora. Es como si siempre hubiera sido un viejo maniático y solitario, aunque amable, y lo demás una representación muy bien hecha de un papel que no le correspondía. Se sintió muy confuso y decidió ir a verlo otro día para disipar esas tontas sensaciones.

Sensaciones que para Ramón estarían plenamente justificadas si hubiera tenido un momento para reflexionar sobre la perplejidad de Armiño. Pero no, no lo tenía, todo el tiempo que Ramón tenía lo usaba en una sola cosa, llamarlo obsesión sería algo benigno, pero contemos de una vez lo que aconteció el día anterior, que explicará a los lectores muchas cosas.

La noche anterior, cuando llegaron a Elalba Andorina y él se separaron, sin que Andorina quisiera alargarse en su compañía como solía hacer. Secamente se despidió y el desconsuelo de Ramón aumentó considerablemente; Una vez en casa cogió uno de los libros de Arminio y comprobó que no estaban las dos mil pesetas acostumbradas. Presa del pánico registró otro libro y tampoco halló. ¡Se acabó! -pensaba-  mirándose al espejo, que le reconocía más viejo y achacoso. Su pánico se redobló. El dinero era lo de menos, le había hecho más feliz su despreocupación, su recuperada belleza que el espejo parecía ahora reclamar.

Su abatimiento superó todos los límites. El mismo iba cavándose una buena fosa con todos los desatinos y premoniciones que asaltaban su mente. Parecía haber abierto una puerta que retenía un ejército de malvados enemigos. En el fragor de su creciente desesperación comprendió que le había regalado todo a Andorina, ¡Todo!, todo lo que tenía, cuando lo que quería era compartir con ella su suerte, se la había entregado toda, se había quedado con su secreto, con el dinero. Se había quedado Ramón  sin la nueva vida a la que se había entregado sin reservas. Ahora, al ver cara a cara lo que era antes, donde se veía abocado a volver, no encontraba nada de suficiente valor para sostenerse, todo era negrura a su alrededor. En cuanto amaneció, se levantó de la cama, testigo de una noche desesperada, esperó en la ventana mirando al infinito que el Sol se enseñoreara de la ciudad para telefonear a Andorina.

– “Andorina”

– “Hola Ramón.”

– “Una cosa solo, quería saber si encontraste el dinero.”

– ¿El dinero? “Ah, sí.” En el libro…, no sabes cuanto te lo agradezco, Ramón.”

– “Nada, nada, ha sido un placer. Hasta luego.”

– “Adiós”

Colgó el auricular Ramón, confuso y temeroso. “Huir, tengo que huir; -hablaba para sí- Huir. ¿Qué pensará Andorina cuando vea que el dinero se repone una y otra vez?. Vendrá a que yo se lo explique. ¿Y qué le explico yo? Cada minuto que pasa más viejo, más acobardado, me iré.”

Y así fue como antes de irse no sabía donde pasó por casa de Armiño, en un último intento de recuperarse. Fuese luego a la estación y tomó un tren hasta Trento, en la costa. En el viaje no hizo más que dar vueltas a su presunta desgracia y dar vueltas y más vueltas a las páginas del libro, en el cual no hallara billete alguno por más y más veces que buscara. Definitivamente su ruina había llegado, concluyó, entornando los ojos de forma que semejaran su ánimo suicida y desesperado.

Esos ojos camino de la desolación veían los verdes campos y las colinas de las montañas lejanas. Se perdían, cegados, por las nubes y recordaban las grandes escenas de su vida, aquellas donde su yo más se dolía. No tenía idea de como despertarse de sus sentimientos pero poco a poco logró dormirse arrullado por el crujir del tren.

ocho

Pastos y bosques. Montañas de alabastro adornadas por el Sol. Tenues sonidos ululantes, un techo de cielo para el sueño.

Amanece en la bella Milrras; sus donosos edificios se engalanan con la claridad del día. La gente bulle en su despertar.

¡Lejos estalla el canto de alabanza y su retumbar constante expande los beneficios por todas partes! La noche se lleva la suciedad acumulada y lo despierta todo el ofertar del Sol.

En la bella Milrras había una callejuela que se perdía en cuatro direcciones, una subía y otra bajaba, las otras dos daban vueltas alrededor de la gran montaña. En su punto de conexión habían construido una gran plaza rodeada de soportales y que habilitaban para grandes menesteres. Allí fueron a encontrarse  Andorina y Armiño, como habían acordado previamente.

Sentados cómodamente hicieron por recapitular lo sucedido, maravillados por los inexplicables aconteceres. Andorina estaba dispuesta a contarle la cuestión de las diez mil pesetas, convertidas una y otra vez en sí mismas y por ello fue allí habiendo hecho acopio de valor ya que no sabía nunca como acometerlo, faltándola en el último momento la voluntad… Armiño comenzó a dar rienda suelta a su indignación.

-”No comprendo nada. Ramón ha desaparecido. Ni en su casa ni en ningún sitio. Sin una sola palabra. Dejando tras de sí un ufano rastro de misterio. Si pudiéramos saber al menos de alguna razón.”

-”No te inquietes, tengo una vaga idea de lo que ha pasado. Aunque tampoco entiendo nada.”

-”Bien.” ¿Qué es eso

-”No te lo vas a creer”

-”Es igual, dímelo.”

-”Algo extraño le estaba pasando con tus libros.”

-¿Con mis libros? ¿Qué podía pasarle con mis libros?

-”Del único que puedo hablar es del que pasó a mis manos. El caso es que entre sus hojas apareció un billete de diez mil pesetas. Creía que era un regalo de Ramón pero resulta que al rato de cogerlas volvían a aparecer. Cada cinco o diez minutos otro reluciente billete ocupaba el lugar del anterior. Cuando me di cuenta ya hacía días que se había marchado Ramón. “Estuvo a puno de estallarme la cabeza, aunque lo veía no podía creerlo.” “Un día pasé entero sacando billetes, conseguí casi cincuenta. ¡En un solo día! Claro está que no he vuelto a repetir tal hazaña, pero sólo por que me he contenido que si quisiera…” “Me da miedo, Armiño, ¿Qué puede ser eso?

Armiño tardó en sobreponerse a la incredulidad y la sorpresa que le causó el relato de su amiga. Luego trató de tomárselo a broma:

-”Suerte. Sí señor. A eso se le puede llamar así, desde luego, mucha suerte.”

Se quedaron los dos un rato pensativos y luego Armiño continuó diciendo:

-”Creo que no debes decírselo a nadie más. Hay mucha gente por ahí que no perdería el tiempo en intrigas si pudiera hacerse con ello.”

-”Tengo la corazonada de que solo funcionará conmigo, como algo personal. De momento no pienso hacer la prueba y no se lo voy a decir a nadie. Te lo he dicho a ti porque de alguna manera estás implicado, son tus libros, guardarás el secreto.”

-¿Crees que le ha pasado lo mismo a Ramón?

-”No lo se. Pero eso explicaría su comportamiento.”

-”De cualquier manera eso es especular. Debemos atenernos nada más que a lo que sepamos o nos vamos a volver tarumbas.”

-”Sí, será mejor así

Cuando se desviaron sus miradas pusiéronse a contemplar su entorno, permitiéndose un cómplice silencio.

nueve

Cuando se sube a lo alto de la montaña donde se asienta la ciudad de Milrras, a lo más alto, se llega a un mirador circular que deja ver el valle plagado de edificios y las callejuelas burbujear serpenteando.

Andorina y Armiño disfrutaban allí sentados haciendo balancear sus piernas. Una singular alegría se había posado alegremente sobre ellos y ya apenas recordaban a Ramón. Aunque sí a D. Quijote, a quién recurrían las frecuentes veces que tanto uno como otro necesitaban dinero. Andorina sabía que esa alegría que la invadía la mantenía a salvo de la avidez y la ambición por el dinero. Se sentía protegida por un espíritu bueno que derramaba la belleza y el gusto por la vida por donde quiera que fuera. Daba gracias por ello y por tener ella el control del dinero ya que a su lado se encontraba con la otra cara de la moneda: Armiño. Quién se iba transformando poco a poco en una especie de avaro, buscando siempre la manera de quedarse sin dinero por volver a mamar de la fuente que lo daba. Y esa fuente era Andorina, que penaba por él, amándole.

Era el caso que se hicieron amantes y pasaban juntos todo el tiempo que podían. Andorina dudaba de que Armiño estuviera más atraído por el dinero que por ella, tal era el vicio que con el mismo había cogido. Las muchas veces en que la asaltaba esa duda, bien motivada por los hechos, cerraba los ojitos y recordaba al Armiño de antes, venerándolo con pas9ión de enamorada.

Mientras tanto se dedicaban a buscar los placeres de esta vida que se podían comprar con dinero, y de paso de los gratuitos, por ejemplo, del amor. Y ponían los dos en la balanza tales dones, siendo que la balanza de uno y otro pesaban de distinta forma. Mientras Andorina elevaba los escarceos, las miradas, los besos, y hasta los paseos románticos a la altura de lo sublime,, Armiño se dejaba llevar por el consumo frenético. No importaba de qué, de comida, de objetos, de vino…

Aunque Andorina se hacía dueña de la situación sabiéndose responsable a la hora de pedirle dinero al libro no siempre podía frenar el ímpetu irracional de su amigo.

-”Tú me contaste aquél día que llegaste a sacar quinientas mil pesetas, ¿Quieres que hagamos otra prueba?”

-”No quisiera tener que hacerlo. Me da miedo.”

-”No quiero más que probar la miel de la riqueza, ¿Qué te costaría?”

-”No quieres saber nada del precio que pueda tener que pagar.” “Egoísta.”

-”Déjame hacerlo a mí, Andorina.” “Dame el libro, yo te daré todo lo que me pidas. No tengo miedo.”

-”No, no, y doscientas veces no. No haré eso por nada del mundo. Ni a ti ni a nadie. No es cuestión de temor, pero sí de prudencia.”

-¡Bah! ¡Recuerda que el libro me perteneció a mí primero”

-”No hables tan alto, vete a buscar en tus otros libros a ver si encuentras algo.” “Si no lo has hecho ya.” -añadió triste.-

Sí lo había hecho ya. Nosotros lo sabemos. Por cada negativa de Andorina a sus deseos miraba y remiraba la multitud de libros que ahora desordenaban su estudio. Uno por uno, hoja por hoja, pero nada, nada. Estaba perdiendo la salud de tanto buscar, todo se le volvía en ardides para conseguir de  Andorina más y más dinero. Así se acostumbraba también a gastarlo rápido y a lo tonto. Se dio a beber vino, fumar tabaco y a presumir por la calle. Habíase apartado de sus pequeños amigos, Tomás, Carlos y Luis. Con quienes solo hablaba de forma falsa y afectada con lo que ellos optaron, humillados por apartarse de él.

Transcurría el tiempo y el mal ángel que se había apoderado de Armiño ensanchaba sus dominios.

Ahora ya Andorina apenas se negaba a darle el dinero, hubieran llegado violentamente a las manos de fijo. Además Armiño reconquistaba autonomía y pasaba cada vez menos ratos con ella. Buscóse amigos pasajeros y francachelas, volvía a la casa, un apartamento donde convivían ambos, a los amaneceres, dormía hasta la hora de comer y pocas noches dejaba de salir.

Una vez, estando Andorina desesperada tuvieron otra bronca y al no sentirse capaz de seguir sacando el dinero contra su voluntad, para la perdición de su amor, agotada, cogió el libro y se lo arrojó  con fuerza a Armiño en la cabeza.

Un buen golpe, sí señor, y en todos los sentidos; Armiño buscó y rebuscó enloquecido todo el día y toda la noche, y al día siguiente y al otro, pero no encontraba nada. Parecía que la magia se había terminado.

Esto supuso un gran cambio en Andorina. Al igual que le pasara a Ramón, al desprenderse del libro su faz se hizo temblorosa y el miedo la invadió. Se sintió abandonada. Del dinero, del poder, de todo.  Comenzó a salir otra vez con él, a acompañarle, a no dejarle solo ni un minuto. Sentía que con todo se iba también el amor y se aferró con fuerza a Armiño. Algo sencillo ahora, por cierto, pues las cosas se habían terminado de hundir del todo para Armiño, quién se sumía en grandes depresiones. Abismado de desesperación sentábase en el borde del precipicio y miraba y remiraba el viaje hasta el suelo.

Ni trabajaban, ni podían más que ir mendigando a sus familias, con la cabeza baja y rencor escondido. Los dos se perdían juntos por el mismo camino. El dinero lo usaban ahora para drogas más que para otra cosa, la que les engañaba el hambre y les hacía soñar lo que eran antes. Se les podía ver por las estrechas calles del barrio chino de Milrras, siempre de acá para allá, pálidos, movidos por los inexplicables resortes de la necesidad.

Llegó rápido el extremo en que tuvieron que vender sus enseres, entre ellos, los libros de Armiño.

Había en la parte baja del río lo que se llamaba mercado de trueque. Estaba dividido en muchas secciones. En una se intercambiaban novedades científicas, en otras valiosas piezas de artesanía; Eran representadas toda la variedad de actividades, entre ellas la compra, venta e intercambio de libros. Los puestos eran libres y espontáneos, aunque la costumbre estableciera ciertas prioridades.

Al vender sus libros Armiño sentía una pena irreparable. Algo le decía que lo que vendía era algo más que un libro. Un poco de su vida se iba yendo con cada uno de ellos.

Una vez pasaron por allí sus tres pequeños amigos. Algo más crecidos y tan alegres como antes. Primero se quedaron pasmados ante ellos pero luego estuvieron alborotándoles con saludos y bromas. Los tres recibieron un impacto muy fuerte porque les costó reconocer en aquellas caras demacradas a sus amigos de antes; supusieron prontamente su situación pero no dijeron nada.

Tomás se encaprichó de un libros de cuentos de las Mil y una noches, repleto de dibujos en colores.

-¿Cuánto vale este libro?

-”Lo damos por dos mil quinientas pesetas. ¡Pero a los amigos como tú no les cobramos nada!

-¡No, yo lo quiero comprar, de verdad!

-¡Nada, ni hablar, te lo llevas ahora mismo y ya está. Es un regalo.”

-¡No, no, qué tontería!

-¡Bueno, escucha lo que vamos a hacer! Te daré el libro y vendrás cuando lo leas a que te lo cambie por otro. ¡Te lo doy solo para que lo leas!

-¡Está bien, eso es otra cosa!

A la semana siguiente vino Tomás a cambiar de libro. Se le apreciaba más mayor. Fuerte aplomo. Seguro. Su cambio era notorio.

-¿Te ha gustado? Tomás.

-¡Oh! Sí, muchísimo. ¡Me lo pasé muy bien! Es tan delicioso como un helado!

-¡Sí, es muy bonito! En honor a tí este libro no lo venderé. Te lo prometo!

-¿Porqué? ¿Qué más da? -Se extrañó Tomás-¡Si quieres leerlo de nuevo no tienes más que comprarlo o buscarlo en alguna biblioteca!

-¡Sí, pero sería dificil encontrar el mismo ejemplar, ¿No? ¡Precisamente éste!

-¡Claro está, pero ¿Que más te da uno que otro si en todos ponen lo mismo?

No sabía porqué, pero a Armiño le daba la impresión que eso no daba tan igual, que tenía alguna precisa importancia y se propuso guardar los libros que se leyera Tomás, uno por uno, aunque fuera bajo tierra. Los escondería, sería lo único, quizá que pudiera salvar.

Al poco tiempo Andorina y Armiño no tenían ya nada que vender. Estaban ateridos de frío en el mercado vendiendo sus tres últimos ejemplares. Sólo conservaban los treinta libros que le había prestado a Tomás y que guardaban como oro en paño. Tomás se había convertido en los últimos meses en un lector infatigable. Armiño y Andorina se preguntaban cómo a su corta edad podía leer tanto y tan deprisa, pero lo cierto es que así era. Primero fue cada semana, luego ya iba a cambiarlo cada tres días y al final hasta a diario. Dejaba uno y se llevaba  otro. Luego les contaba con pelos y señales lo que había leído por lo que disipaba toda duda. Aquél día Armiño le comentó a Tomás la situación en que se encontraban y le explicó que no podría ya prestarle más libros.

-¡”Bueno, no importa, ya los buscaré por ahí.”! ¡Te digo que me has hecho un gran favor, es como si me hubiera hecho un hombre antes de tiempo por tanto leer! ¡También me convendrá tomarme un descanso, digo yo.”!

-”Bueno, esperamos que vengas a vernos un día, a casa.”

-”Sí, lo haré. Hasta pronto!

DIez

La montaña se confundía con las casas y los edificios de Milrras. Más parecieran cuevas que casas y así estaban empotradas de tal manera a la tierra que cualquiera hubiera pensado al verlas que eran solo las puertas de acceso a una montaña hueca.

Y así era en parte. El subsuelo de la ciudad estaba cada vez más horadado, ensanchándose así una verdadera ciudad de topos. Túneles, calles y casas subterráneas las había y mucha gente podía elegir, contratando un buen arquitecto, duplicar los metros de su casa arañándoselos a la montaña.

Tomás pensaba que algún día la montaña quedaría hueca del todo y cualquiera que hiciera un agujero se hundiría en los abismos de la ciudad oculta.

Tomás andaba dándole vueltas a todo esto según caminaba hacia su casa, tras su acostumbrada estancia en el colegio. En su casa su madre estaba atareada con algunas de las enfermedades que necesitaba inventarse, que no la gustaba que la faltara de nada y no paró mientes en que su hijo saliera con la merienda en la mano. “Adiós” -la dijo-.

Se dirigió entonces a donde paraba con sus amigos. Tomás se había convertido casi en una persona mayor, gracias a los libros de Armiño, pero no quería perder el contacto con la ingenuidad cariñosa de la infancia, pues quería conservar los buenos sentimientos que son propios de su edad.

Eso era lo que despreciaba del adulto, haberse dejado arrancar sin lucha, sin conciencia siquiera, su verdadero “ser humano”, que los niños conservan y alimentan con su espontaneidad y su imaginación sin fronteras.

Estos últimos tiempos se había ganado un respeto especial entre sus compañeros, que admiraban su cambio de personalidad con veneración. Y así, siendo de los más pequeños concitaba en sí los ánimos de los más, y se esperaba siempre su aprobación en las discusiones y sus ideas a la hora de divertirse bien.  En cuanto le vieron llegar se sintieron salvados de una tarde tonta y aburrida. Y era así porque la imaginación de Tomás desbordaba a todos y enseguida improvisaba un plan, un plan en el que convertía el juego en una realidad y luego la realidad en un juego. Algunas veces se arriesgaba mucho y convertía a sus amigos en verdaderos ladrones, los que se jugaban el pellejo con absoluto misticismo. Aunque la mayor parte de las veces no se arriesgaban demasiado prefiriendo los juegos inocentes. Mientras, en su cabeza bullían sin cesar mil ideas del partido que se le podía sacar a una pandilla tan estupenda como ésa. Para Tomás eran su vida entera, les quería por encima de todo y les cuidaba más que a su propio egoísmo.

Ese día les propuso conseguirse un libro cada uno y el que todos votaran luego como el mejor sería el premiado.. Tomás pensaba al proponer esto en Armiño, a quién quería visitar y hacer un regalo bonito.

Siempre se preguntaba Tomás porqué no eran capaces los hombres de recrear sagas de cuentos, pues para él siempre daban vueltas a los mismos, que si Blancanieves o la bella durmiente, al menos los que pretendían la popularidad de las masas, o de otra forma puras bazofias escritas más para padres tontos que para niños, por mucho que reconociera la labor de uniformidad que la televisión realizaba; un uniforme de conformismo para robots perfectos.

Para Tomás, un niño de doce años, la vida se había convertido en una euforia constante, que no conoce altibajos. Sentía en sí tanta fuerza, tanta luz en su mente y tanto amor por el mundo entero que veía la felicidad como el premio a no se sabía qué hazaña. Pero un premio tangible, que todo el mundo que le rodeaba se ocupaba sin cesar en entregarle, le era dado. Sus padres le adoraban y daban una confianza sin límites, sus amigos también. ¿Qué estaba pasando? Asomábase a la noche en la ventana y veía las estrellas del cielo y veía una gran sonrisa oscura rodeada de lentejuelas. ¿Qué hacer con tanta dicha? -se decía-. En esos momentos se inspiraba profundamente en su otro yo, que le decía: “He de hacer algo grande” “La gente me nenecita”. Se limpiaba mentalmente, surgían hermosos proyectos y bellos sueños y se proponía no defraudar esa inquietud.

Luego siempre se sentía traidor a ese propósito sublime. El tiempo pasaba y él no hacía sino una mínima parte de lo que tenía pensado. Echaba la culpa a las circunstancias, pero su fuero interno le culpaba a él. “No, no es suficiente. Solo buscas adorar a tu vanidad” “En realidad solo eres un pedazo de orgullo” Por lo cual para encontrar su propia paz pasaba el día atareado con unos y con otros tratando de revolver su status y que participaran en su empresa.

Estas sensaciones le impulsaban a escribir pero al final de sus intentos acababa confundido. ¿Acaso debía dedicarse a observar la vida para narrársela a los demás? ¿Dónde quedaba entonces su promesa, ese impulso a actuar para el bien de todos a que le impelían las estrellas de la noche?

Y en tanto que en su mente se agolpaban las mil contradicciones incipientes, él, Tomás, se dejaba llevar por la inercia de la vida. ¡Y qué belleza!

Hay una calle en Milrras igual que las otras restantes, paso de coches y estrechas aceras rodeando comercios y garajes por donde corretea el presuroso bullir de los transeúntes, ocupados en transitar incansables por un lado y por otro buscando cualquier meta imposible; Hay en un trozo de esa calle un lugar querido por los niños. Allí se encuentran, allí hay billares y piperos, animación de barrio, allí se sienten  urbanos partícipes de su ignorado destino.

“A veces -pensaba Tomás- sientes tu casa y tu cuarto como una jaula. Sales a la calle y permaneces en la misma jaula. Paseas la mirada por tu alrededor y hasta que no encuentras la de tu amigo sigues preso. Pero luego de ello todas las puertas se han abierto y pasas al jardín inmenso donde todas las trabas se han roto. Ya todas las miradas que encaras son cómplices y todas nuestras palabras, dichas para libertarnos.”

Acudían allí de cuando en cuando Andorina y Armiño, se emborrachaban nostálgicos, creyéndose ya viejos y se hablaban con los más avispados y precoces.

Tomás sabía que, a pesar de cómo se encontraban, les gustaba toparse, así como de casualidad con él y sus amigos. Sentía que necesitaban recuperar su niñez tempranamente truncada y él les quería y hacía que su pandilla les admiraran, solo por ser, como él decía, sus mejores amigos.

A la semana siguiente todos los chicos habían conseguido un libro, muchos de cuentos, otros de mayores, alguno de poesía; entre todos ellos eligieron uno de los más bonitos. Se trataba de “Las mil y una noches. Repleto de cuentos y dibujos orientales con sabor a magia, allí estaban las historias de Simbad, de Aladino, de Alí Baba y muchas otras.

-”Este es mi libro” “lo se” “Armiño va a alucinar, se va a quedar anonadado,””Es lo que quería”.Exclamaba Tomás loco de contento- El premio que recibiría el muchacho que lo trajo consistiría en permitir que usara todo un día entero la moto que casi en comunidad usaba la pandilla.

Estuvo Tomás buscando a Armiño y Andorina por los billares pero no aparecieron, luego anduvo de un lado para otro pero tampoco tropezó con ellos. ¡Con la ilusión que tenía por dárselo!

Se volvió a casa tras mucho esperar. Allí guardó el libro y se dedicó a cenar mientras veía los anuncios de la tele. ¡Maldita la importancia que tenían! Que la podrían tener, aunque no para él, cuyo pensamiento estaba a años luz de la susodicha publicidad.

Se tumbó al fin en su cama y ¿cómo no? tendido en ella se dispuso a ojear el libro que les había costado una semana de búsqueda incesante. Pudo reafirmar que había merecido la pena, no pretendía que estuvieran compilados realmente los mil o más cuentos primigenios pero nunca había visto tantos juntos ni tan extensamente contados. Con el libro en las manos se durmió.

A la mañana siguiente le despertó una gran discusión de sus padres. Estaban gritándose el uno al otro de forma inusitada. Palabrotas y juramentos se confundían con una violencia cruel. Por lo que Tomás pudo vislumbrar, su padre se había bebido en una juerga un dinero que se conoce era imprescindible para la supervivencia de todos, a juzgar por los sollozos y estallidos de su madre. ¡Qué locura!

Tomás trató de refugiarse. Primero bajo las mantas, después bajo la almohada, pero al fin se encontró con los ojos abiertos como platos y mirando al techo. Igual que cuando alguna chica no le dejaba conciliar el sueño por la noche.

Acudió a su querido libro cuando ya se le saltaban las lágrimas y cuál no sería su sorpresa cuando del mismo se desprendieron dos billetes de diez mil pesetas. Más tarde llegó a pensar que ese tonto e inoportuno suceso cambió su vida. Si acaso hubiera actuado de otra forma… Pero no, cogió los dos billetes y se los dejó a su padre al estrecharle la mano.

-”Me voy al cole, papá”

-”Bueno hijo, perdónanos, ¡Ya ves cómo estamos hoy! pero…

-”Adiós, papá”

once

Cuando Ramón llegó, semidormido, a Trento se instaló en casa de unos familiares, a los que informó de su decisión de tomarse unas vacaciones. Al día siguiente, ya descansado trató de reflexionar. Había llegado allí de un modo harto repentino e imprevisto. Abandonados sus inmediatos trabajos y sin mediar casi ninguna reflexión.

Lo que tenía claro es que había obedecido a un impulso fuerte y preciso. Lo primero que haría sería recuperar una determinada soledad, que añoraba. Hay distintas clases de soledades y una en particular que siempre echaba de menos. Como si una gran distancia, algún día le hubiera separado de ella. Así como no deseaba otras soledades: La de la ciudad, la de la televisión, la del alcohol… había una, indeterminada, que necesitaba recuperar.

El primer trabajo que se propuso fue el de olvidar. Olvidar el humo negro que había invadido su alma, la depresión que penetraba sutil, lenta e inexorablemente a través de sus errores, sus desengaños, sus frustraciones. De su pensamiento engañoso y sus relaciones insatisfechas.

Un trabajo completamente introspectivo que requería a la vez independencia y libertad. El estaba plenamente predispuesto, como si fuera una herida que día a día va cerrando y desapareciendo en una nueva paz con la naturaleza. Para ello era necesario eliminar aquellos recuerdos que lo cohibían o lo determinaban, y si ello no fuera posible eliminar, al menos, la carga negativa que esos recuerdos le suponían. Dejar de identificarse con el pasado reciente y dejar de identificarse con el estado mental que esos sucesos le acarreaban.

Después tomó la determinación de no tomar decisiones. Suponiendo que todo se iría encadenando sin fuerza ni propósito externo definido.

Así estaban más o menos las cosas. Ahora podemos verle sentado detrás de una tapia, mirando al mar con el pelo alborotado por el viento, barba de cinco días y tratando de no pensar, no pensar, no pensar…

Los días iban transcurriendo. El estado de ánimo de Ramón iba mejorando. Su corazón iba cediendo terreno a sensaciones más agradables, el aire, el sol, la visión del mar aquietaban su inquietud. Una mañana conoció a un joven que dijo llamarse Abel. Unos años menos que él, ojos claros y limpios, pelo revuelto. Se desprendía de su persona una sensación luminosa que irradiaba paz. Hablaban un rato todos los días y poco a poco se fueron conociendo mejor. Al principio sobre las trivialidades cotidianas, más tarde sobre temas más hondos, donde tanto uno como otro parecían encontrarse más a gusto.

Entre tanto Ramón proseguía su trabajo. Pensaba sobre sí mismo. Trataba de entender su ira, su odio, su descontento hacia los demás, hacia sí. Sentía que progresaba, aunque muy lentamente. Quería desechar, a lo mejor, un sentimiento desagradable y cuando le parecía superado se topaba otra vez de bruces con él. Entonces se desanimaba. No obstante, la compañía de Abel le ayudaba a continuar. Una vez le habló de ello y Abel se lo tomó muy en serio y le rogó encarecidamente le fuera contando sus logros, sus retrocesos. Eso le servía a Ramón de acicate.

Un día paseaban despacio cerca del mar y Ramón hablaba así:

-”Siento que se esconde el sentido que ha tenido a veces la vida para mi. Siento que se esconde y que debo encontrarlo. Debo buscar en el recuerdo. A veces aparecen recuerdos, ya no de acontecimientos, sino de cómo reaccionaba yo ante ellos. El recuerdo de mi intimidad entonces. Mi estado de ánimo, mis pensamientos procedentes de aquello, incluso. Pienso en ello y parece que es otra persona diferente quien lo vivió, o como si perteneciera al mundo de los sueños. Y sin embargo se que recuperar ese recuerdo me reconforta y me arma, me fortalece. Me da una particular conciencia de mí mismo, me devuelve una porción de vida a la que había renunciado.”

-¡Pero esos recuerdos son difíciles de tener. En realidad prefiero no recordar, pereza o miedo, no se. Ahora, por ejemplo, estoy deseando olvidar ciertos acontecimientos de mi vida reciente que han tenido una fuerte carga para mi. Pero a su lado conviven otros placenteros, conviven también determinados anhelos y propósitos. Conviven impresiones luminosas.  Más la vergüenza hace que prefiera olvidar a toda costa. Aún de lo bueno que me lleve por delante. Quizá sea ese el mecanismo que hace tan difícil recordar, el rodillo que acaba con el pasado.” “Por eso quiero olvidar lo reciente, convertirlo en pasado y recordar lo antiguo, convertirlo en presente.”

Entonces guardó silencio sumido en esas meditaciones no queriendo alargar más su discurso. Luego fue Abel quien habló así:

-”Yo creo que estamos siempre enjaulados en nuestros pensamientos. Aprisionados por nuestra imaginación. Losas que aplastan nuestra virginidad; a cada momento, en cada instante la libertad que en latencia poseemos puede elegir.” Pero la memoria nos arrastra por los senderos que conocemos, frecuentes, trillados., así en vez de vivir nueva vida repetimos el mismo sinsentido de siempre. Esta latencia de libertad es como el aire que respiramos. Aspira lo nuevo y expira lo viejo, aspira la pureza e inspira la impureza” “Un pensamiento y una imaginación vivos de verdad estaríanse renovando constantes, cumplirían su misión, se realizarían en el mismo instante y no necesitarían repetirse y repetirse sin rumbo ni control” “Escribirían una historia de continuidad y superación.” “Sin embargo vivimos aferrados a los miedos más familiares, siempre los mismos, que tan bien conocemos. Nos hacen daño, nos hacen infelices e inseguros; paradójicamente no queremos o no nos atrevemos a desprendernos de ellos. No damos un paso adelante, a caminar sin mirar atrás, a perdonarnos el miedo. Cargamos con nuestros pecados, los repetimos, no nos atrevemos con la libertad.” “La libertad de elegir a cada instante. La ruta nunca hollada. Abandonar lo viejo y nacer de nuevo a cada paso.”

En estas conversaciones que Ramón y Abel mantenían, cada vez con más frecuencia, había un tercer protagonista: el silencio. Era habitual y gustaban de hacer grandes lapsus en los que asimilaban las impresiones que su comunicación les producía.

Entonces también dejaban vagar sus reflexiones y disfrutaban del paseo observando a su alrededor; Luego de un rato volvían a la carga, manteniendo un preámbulo de charla intrascendente, pues los dos sentían timidez de sus palabras.

El Sol se escondía lentamente en el horizonte y su conversación cambiaba y se agotaba; caminaron hacia sus casas presas de una fuerte emotividad y se despidieron con un abrazo.

Todas estas impresiones afectaron mucho a Ramón, que aquella noche no tardó en dormirse, y como siempre que eso le pasaba no paró de dar vueltas a sus pensamientos hasta mucho después de terminarse el último cigarro. Llevaba tres semanas allí y le parecía que hubieran transcurrido varios meses. Tal era el cambio que sentía en su interior. El trabajo que se había propuesto, la agradable compañía de Abel, el contacto con la naturaleza, el Sol, al aire, el agua, el paisaje, todo le daba una libertad espléndida. Se sentía fuerte y contento. No se reconocería ahora como el que llegó, como tragado por un abismo, de la ciudad de Milrras.

Su trabajo había dado un paso adelante. No veía ahora necesidad de olvidar los sentimientos de su pasado reciente, su nueva vida le había hecho relegar el conflicto que provocó su huida. Ahora se proponía de nuevo no identificarse consigo mismo, ni con sus pensamientos, alejarse de ellos todo lo posible. Para ello dio con un ardid que le hizo ilusionarse como si de un juego se tratara. Daría a luz un observador neutral de sí mismo. Haría todo lo posible por creer que otra persona, que no debería ser una persona, diríamos mejor otro ser o un desdoblamiento o como lo queramos imaginar, era testigo y observador de sí mismo. Así se distanciaría lo suficiente de su personalidad para comprenderse desde otro punto de vista.

 

doce

La vida cotidiana de Armiño y de Andorina se repetía. Salían al mediodía al albur de la calle en busca de un sustento que nunca llegaba, que nunca saciaba por más que se comiera de él. El frío estaba instalado en su corazón. Y dolía y se apoderaba de su voluntad. Se hacían a ello como el lobo a la nieve. Sin remedio acogían su nuevo hábitat. Se adaptaban como fieras, como actores que representan a la perfección su papel, comprar, vender, engañar, reír, llorar… Metidos en una máscara de dureza no les llegaba siquiera la comprensión que se prodiga a los desarrapados. Nada combinaba, una soledad llena de recuerdos, una añoranza infinita por amar.

Los tenues y rutilantes sonidos del atardecer caían insidiosos sobre la maltrecha y confundida cabeza de Armiño. Abiertos los ojos de par en par fijábanse en el cielo esclarecido que se iba oscureciendo paulatino sin renunciar a su expresión y manifestación constante. Las aguas de su corazón se preguntaban por su sueño, compuesto de iluminados secretos vedados a su ser consciente, que solo percibía de ellos la sensación de su huella profunda. El bullicio de la calle estaba tan calmado a esa hora que su ser entero se estremeció con un escalofrío. “Si pudiera unirme al éter, sentirme atmósfera” -pensaba- “Concédemelo, mi Dios”. Estaba ardiendo en su interior de deseos porque dentro de él revivían las cicatrices de su herida. Del mal que se había inferido, del mal que aún a sabiendas deseaba. “Nunca te encontraré,  pensaba, ¿Dónde estás, droga perfecta, que me lleve a la morada del amar, que me obligue a comprender y perdonar el daño” “Ven, droga del amor y que mis ojos reflejen soles de luz inteligente y soñadora”

Era Milrras amplia ciudad políglota, preciada por sus razones idiomáticas. Una bella balsa de intercambio de bellas palabras. Y era admirada también por sus habitantes. Seres andamios: Nacidos en una roca, encima de una gigantesca montaña. Ellos adoraban sus grutas escarpadas, símbolo de conquista y amor que unía el corazón del hombre al de la tierra.

Tomás era todavía demasiado pequeño como para dar importancia a la tontería de encontrarse veinte mil pesetas dentro de un libro y no trató de darle ninguna explicación sobrenatural. Eso sí, agradeció la buena estrella que le ofrecía la oportunidad de curar los problemas de sus padres. Miraba al cielo y se decía que vivía en una ciudad verdaderamente afortunada. Se fue derecho a buscar a sus amigos, que era lo que más le importaba ahora, por dar rienda suelta a su alegría y a sus emociones. No encontró a nadie en los billares por lo que pensó ir a ver a Armiño. Había decidido no regalarle ese libro ya, porque una cosa era hacer un regalo y otra muy diferente regalar algo así como la lámpara maravillosa. Estaba convencido de ser mejor Aladino que su amigo y no iba a ceder a nadie un papel que sabía que le sentaba tan bien. Según caminaba iba sintiéndose más seguro de sí mismo, con más y más aplomo; una alegría imposible le embargaba. Podría soñar con la felicidad. Con la belleza. Según se acercaba a la casa de sus amigos, iba subiéndole la tensión emocional, tanto que sus sentimientos le daban vergüenza. No sabía si encontraría a Armiño, tampoco tenía prisa por lo que paró a pensar sentado en un borde del camino.

Sus reflexiones le llevaron al pasado, cambiado repentinamente desde empezó a leer los libros de Armiño. Lo que no podía asimilar era su actual comportamiento, habían pasado apenas unas horas desde que le aparecieran las veinte mil pesetas y no es que se sintiera a sí mismo diferente de antes sino que se sabía totalmente distinto, aunque siguiera disfrutando a la vez de ser el mismo. Empezó a cantar y cuanto más lo hacía mejor se encontraba. 

Por fin se puso de nuevo en marcha y no tardó en llegar a casa de sus amigos y allí les halló. Andorina y Armiño sentados a la vera de una mesa camilla merendando algún bollo y un poco de café en una casa desprovista de muebles y objetos. Paredes, armarios, camas casi desnudas.

-¡Hola, Armiño. Andorina, guapísima… ¿cómo estáis?

-¡Bien, Tomás! ¡Qué alegría! ¡No te esperábamos!.

Se besaron y se sentaron a la vera de la misma mesa, la única que por ahí se veía. Tomás les contó cosas que se le ocurrían de su pandilla, de los juegos y las locuras con que entretenían las tardes, les habló del colegio y ya pasaba el rato cuando se percató que era el único que hablaba. Andorina y Armiño guardaban silencio, asentían y denotaban nerviosismo, apenas disimulado.

-”Veniros conmigo” -Dijo Tomás- “Tengo unas cosas importantes que hacer” -y sin hacer caso de sus evasivas- “Vamos, os invitaré a algo”

Salieron los tres y caminaron silenciosos por las calles. Llegaron a casa de Tomás y éste subió con ánimo de pedir unos talegos a su padre. Se encontró con que no había nadie en casa y sin saber que hacer sus ojos se posaron en el libro de marras. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Lo empezó a hojear y se encontró con otros dos billetes como los de antes. “Estoy salvado -pensó-. Pletórico de alegría metió el libro en una bolsa y bajó a trompicones las escaleras de su casa. Sus amigos seguían allí. Antes había temido que se hubieran marchado. Ahora tenía un plan.

Les llevó a un café que había cerca de la estación de autobuses. Se sentaron en una mesa al lado de un gran ventanal y allí les dijo que había ganado mucho dinero y que pidieran lo que quisieran. Andorina y Armiño se despacharon a gusto, comieron un poco y bebieron más, por lo cual les cambió el ánimo y se hicieron más dicharacheros y divertidos. En el fragor de los chistes y las anécdotas Tomás les propuso hacer un viaje por unos días. Se opusieron primero, entonces Tomás pidió otra botella de vino y al rato eran ellos los que no hacían más que decir: ¡Venga Tomasín, vamonos! ¡A la montaña! ¡No, a la playa! De esta manera al poco tiempo estaban sacando los billetes hacia un destino ignoto.

El viaje duró varias horas. Entre cabezada y cabezada Tomás se dio cuenta de la sincera alegría que emanaba de sus amigos. El se henchía de satisfacción, le había salido todo tal y como se había propuesto. Al haber comprobado que contaba con un medio infalible de conseguir dinero no se le ocurrió nada mejor que llevarse de Milrras a sus compañeros. Pensaba que allí todo les recordaría su pena y en otro lugar podían olvidar, olvidar por una parte todas sus desventuras recientes y recordar por otra parte su antigua forma de ser.

Al fin llegaron a Santao, en el norte del país. Allí cogieron dos habitaciones en un hotel con muy buena pinta, desde donde se divisaba el mar. Desde allí telefonearon a sus familias explicándoles su aventura. Luego se bañaron y descansaron de tan ajetreado día.

Santao era una hermosa ciudad. Pocos habitantes, frente al mar y de espaldas a una enorme montaña. Allí pasaron los siguientes días llenos de satisfacción y emociones. Nada perturbaba su paz y contento. A veces Armiño estaba melancólico y pensativo. Ahora que podía reflexionar con calma acerca de lo acontecido en Milrras una idea le asaltaba la mente. Era evidente, así lo suponía, que a Tomás le había ocurrido algo parecido a lo que le pasó a Andorina y seguramente también a Ramón, pues nunca se le acababa el dinero y no se privaban de ningún capricho. Ya no bebían, como en Milrras, ni nada parecido, pero llevaban una vida de lo más similar al lujo desenfrenado: Taxis, restaurantes, discotecas… Y siendo así se preguntaba Armiño porqué a él, que a la sazón había sido sino protagonista sí el medio principal del extraño suceso, la fortuna le esquivaba de esa manera. ¿Porqué él no encontrara nunca los codiciados billetes que los otros hallaran en sus libros? Era una idea imposible de erradicar. Se olvidaba de ello pero le acechaba siempre en los momentos más inoportunos. ¿Sería envidia? El caso es que le hacía sentirse inferior a los otros, como castigado.

Sin embargo cuando no hacía caso de tales pensamientos veía como se iba reconstruyendo su vida velozmente. Había vuelto a amar a Andorina, y encontraron en esos días más placer que desde que se conocieron. Si alguna vez fueron felices juntos, nunca tanto como ahora. Eso era tan evidente que Tomás optaba por hacer vida aparte inventándose las más variopintas excusas. Se consideraba un mecenas del amor y eso a veces le resultaba algo embarazoso. En sus escapadas se sentía tan bien o más que en su propia ciudad. Le encantaba estar de vacaciones; se recorría todos los caminos, trababa conversación con todo el que se le ponía al paso y compraba todo lo que quería. Era maravilloso.

Transcurrían los días apacibles: Largos paseos por la playa, puestas de sol tras los acantilados, íntimas cenas con sabor a música italiana. Llegó el momento en que Tomás confió plenamente en la recuperación de sus amigos y les propuso regresar. Ellos asintieron, solo les quedaban de Milrras los buenos recuerdos y deseaban volver a verla con los nuevos ojos que ahora tenían.

Y así fue como a la semana siguiente se embarcaron de nuevo en el autobús que les trajo a Santao. Esta vez en dirección contraria.

 

trece

A su regreso, Andorina había pasado una temporada en casa de sus padres, en Elalba, quienes la habían acogido como al hijo pródigo y discretamente habían guardado en un baúl casi todas las preguntas que les atenazaban. Mientras, habíales presentado a Armiño, quién también fue bien acogido. Luego Andorina alquiló de nuevo el apartamento que antes tenía. Pusiéronse los dos a hacer trabajos esporádicos e invirtieron su dinero en arcillas y cueros, con los que realizaron algunos trabajos de artesanía. Con sus obras volvieron a acudir al mercado del trueque, en Milrras, y allí se encontraban con Tomás y su pandilla.

Tomás había recuperado su vida cotidiana habitual. Apenas sacaba ya dinero del libro pues niño como era solo se acordaba de ello en raras ocasiones. Justificaba ante sus padres sus ingresos con trabajos inventados propios de su edad, como repartir mensajes o propaganda.

Un día nublado de primavera, con el sol asomándose tímido entre los claros y los charcos reflejando luces y sombras del cielo vagaban Andorina y Armiño por su parque habitual, en la ciudad de Elalba, cuando tuvieron un encuentro sorprendente. Envuelto en una larga gabardina gris y cubierta con una gorra su cabeza, sentado en uno de los bancos se toparon con Ramón, enfrascado completamente en el periódico. ¡Hacía tanto tiempo que no le veían que no daban crédito a sus ojos!

Dudaron, aturrullados, si saludarle o no mas Andorina rompió la timidez y se acercó a Ramón.

-Hola Ramón, ¿Te acuerdas de mí?

Cientos de pensamientos y de recuerdos pasaron por la mente de Ramón al reconocer a Andorina. Su cara enrojeció y dibujó una sonrisa que escondía una emoción indecible. Como movido por un resorte se levantó de su asiento y sin decir una palabra la abrazó.

Armiño, testigo mudo de la escena, pudo adivinar tenues lágrimas en sus ojos. Cuando se disipó algo la emoción, empezaron a hablar y sincerándose se narraron todas sus aventuras. Tomaron café y volvieron a emocionarse varias veces más. Ramón les contó sus avatares en la ciudad de Trento, cómo había pasado de la desesperación a una serena tristeza y cómo había recuperado con su trabajo interior una nueva alegría.

“Una mañana deambulaba de nuevo a la vera del mar cuando decidí volver. Elalba y mi casa se presentaban a mi imaginación limpias, esperándome, pero sobre todo me atraía Milrras, mitificaba sus montañas, sus rincones más pequeños. Sobre todo aquél lugar al lado del río donde pasamos un día magnífico todos juntos, la víspera de mi viaje.”

Ese día de primavera en que se encontraron pasaron varias horas juntos celebrando y riendo. Solo de pasada mentaban el asunto de los libros pero un silencio cómplice sustituía a las palabras. Sentían haber abierto una puerta que llevaba demasiado tiempo cerrada. Ramón comprendió perfecto haber perdido el amor de Andorina y se alegró que hubiera recaído en Armiño.

Como Ramón ansiara tanto volver de nuevo a la ciudad de Milrras decidieron ir lo más pronto posible. Quedaron en ello y se despidieron.

Al día siguiente Armiño tuvo que ir a entregar unos trabajos al mercado. Una vez hecho el cometido cedió a la tentación que le obsesionaba desde la noche anterior y se encaminó hacia la vega y a través de los árboles del bosque llegó a la pradera del río Tordo donde estuvieron aquél lejano día de excursión.

Llegó allí presa de nerviosismo; imaginaba que iba a encontrarse con un fantasma o con una señal. Algo buscaba afanoso. Sin embargo una vez sentado una gran paz se apoderó de él y cerrando los ojos se durmió largo rato. Al despertar recordó vivamente el sueño que tuvo: “El cielo estaba poblado de nubes; las nubes tomaban variadas formas y densidades y cada una de ellas aparentaba alguna persona conocida. Hablaban entre sí, trajinaban, se desplazaban. El mundo habitual se transformaba en nubes. Después el cielo se aclaraba hasta que solo quedaron cuatro nubes; la que tenía entre ellas forma femenina les relataba un cuento, que los demás escuchaban admirados. Después el cielo se aclaraba del todo y se veía el sol, sonriendo. Más tarde volvía el cielo a cubrirse de nubes, que volvían a ser personas, multitudes de personas.”

Se quedó quieto contemplando el horizonte todo el tiempo que pudo tratando de retener la impresión del sueño, que luchaba con denuedo por pasar a la región del olvido. No trató de descifrarlo. Solo que no se alejara de su memoria.

Luego caminó por los alrededores antes de decidirse a regresar a Milrras y tomar el tren a Elalba.

No contó a nadie su sueño aunque lo escribió para que no se le olvidara. Ahora también él, junto a Ramón, ansiaba por volver a la pradera del río Tordo con sus amigos.

catorce

Al día siguiente de su estancia en la pradera y esperando la visita de Ramón para concertar la fecha de la excursión a Milrras tuvo la intuición de acercarse a sus libros, al azar escogió uno de poemas. Se detuvo un rato leyendo: “Estas pobres canciones que te consagro/ en mi mente han nacido por un milagro,/ desnudas de las galas que presta el arte,/ mi voluntad en ellas no tiene parte/ yo no se resistirlas ni suscitarlas;/ yo ni aún se comprenderlas al formularlas,/ y es en mí su lamento, sentido y grave,/ natural como el trino que lanza el ave,/ santas inspiraciones que tú me envías,/ puedo decir, esposa, que no son mías/ pensamiento y palabra de ti recibo;/ tú en silencio las dictas; yo las escribo.”

[1] Fernando Balart

Iba a cerrar el libro de poesías cuando halló en una de sus hojas cinco billetes de diez mil pesetas. Se quedó estupefacto y estremecido con el libro en las manos. Se levantó del asiento, llegóse a la ventana y estuvo mirando largo tiempo el cielo.

Pasó todo el día pensativo y sereno. Esa serenidad fue la que provocó su temor. Por primera vez desde que este suceso entró en su vida, ahora que era el protagonista principal, sintió miedo. Hasta ahora no había sido verdaderamente consciente de lo que podría significar, del alcance que tal cosa podía tener. Planeó toda una serie de posibilidades realistas que explicaran lo sucedido, pero ninguna se sostenía razonablemente. La lógica desde luego no estaba de su parte. Solo había una señal: Su sueño. Si se paraba a pensarlo, mucho más de lo que habían tenido hasta ahora. Se enfrentaría, acudiría a la pradera con sus amigos por mucho pánico que esa idea le produjera.

Guardó el libro con reverencia y no osó tocar el dinero, que permaneció intacto donde estaba. Luego, horas interminables de presentimientos extraños. Al fin llegó Andorina, no tuvo fuerzas para ocultárselo y la narró además su experiencia en la pradera el día anterior.

A Andorina se la ocurrió entonces ir a buscar a Ramón y a Tomás y encaminarse a Milrras cuanto antes.

-”Atiende Armiño, puede ser que de una vez por todas encontremos una solución a este desesperante enigma.”

-¿Desesperante? ¿Acaso no es hermoso el dinero?

-”Puede ser. Pero un dinero que aparece y desaparece como por ensalmo ¿no es algo demasiado raro? ¿No te da un poco de miedo?

-”Sí, ahora sí. Después de todo lo que hemos pasado sí.”

Fueron a buscar a Ramón al instituto, le esperaron con impaciencia hasta que acabó sus clases.

-¡Hola, chicos!

-¡Hola Ramón ¿Puedes acompañarnos a Milrras?

-¿No es muy tarde ya?

-¡No, no, estamos muy interesados en ir a la pradera cuanto antes!

-¡Ah! ¡Es eso! ¡No me lo perdería por nada del mundo.!

Fueron raudos y veloces hacia el tren. Lo tomaron y recorrieron una vez más el hermoso paisaje que separaba las dos ciudades, tan cercanas y tan distintas. Las montañas horadadas por varios túneles cortos que hacían el trayecto rápido y trepidante. Por el camino pusieron en antecedentes a Ramón, que cayó presa de la misma inquietud que anidaba en sus amigos.

Una vez en Milrras atajaron la montaña por las escalinatas, llegaron al barrio de Tomás y le encontraron rodeado de un montón de chicos. Hablaron con él para narrarle lo sucedido, Tomás les reveló lo que le estaba pasando  él con “las mil y una noches”. Ahora estaban los cuatro en el secreto; se sentían emocionados porque era la primera vez que estaban unidos en el enigma. Eso les dio fuerza y se percataron de lo solos que habían estado antes. De todas maneras ninguno se atrevió a aventurar ninguna hipótesis, ninguna explicación.

Llegaron los cuatro a la pradera. Sentáronse y guardaron silencio. Miraban al cielo, totalmente despejado, a las aguas del río o perdían la mirada en el horizonte.

Andorina, más inquieta que los otros, se acercó al río y anduvo jugando un rato con las aguas, buscando una respuesta. Luego volvió y se acercó al grupo. Quedóse de pie ante ellos con la mirada fija en el vacío. Ellos, expectantes permanecían atentos a su rostro en trance. Les pareció que una luz blanca la rodeó durante algunos segundos, después Andorina se desvaneció, desmayada. Se quedaron quietos, fijos sus ojos bien abiertos en lo que parecía una luz o una nube que poco a poco se alejaba. Al rato Andorina se incorporó. El sol se escondía tras las montañas dejando tras de sí una estela púrpura.

Regresaron lenta y silenciosamente, transformados y contentos. Su corazón se escapaba deseoso de juguetear por los campos.

-”Amigos: No se lo que ha pasado, pero me noto cambiada, igual que después de vivir una experiencia muy intensa. Pienso que debemos volver a menudo a la pradera.”

 – “Sí, Andorina, debemos volver,    repuso Armiño- debemos averiguar qué es lo que pasa. Cueste lo que cueste.” – “Parece que un ser invisible quiere comunicarse con nosotros y es indudable que hoy estaba a nuestro lado, no podemos abandonarle.” -dijo Tomás-. – “De acuerdo” “Vendremos todos los días una hora antes de que se ponga el sol”. -Dijo Ramón-.

A partir de aquél día los cuatro amigos regresaban diariamente a la pradera. No volvieron a ver aquella luz ni Andorina volvió a sufrir el trance de marras pero todos los días recibían nuevas impresiones, bien del paisaje, bien de sus conversaciones, o bien sutiles sensaciones imposibles de definir que parecían emanar del mismo cielo. El caso es que la conjunción de todos esos factores les condujo esos días a vivir la vida con una intensidad muy peculiar.

Armiño tomó algunas decisiones importantes. Comenzó a usar el dinero del libro. Lo primero que hizo fue alquilar una casa amplia y espaciosa en las afueras de Milrras. Se trasladó allí con Andorina y todos sus enseres. Habilitó otras habitaciones, que usaban Ramón y Tomás ocasionalmente.

Alquiló también una oficina en el centro de la ciudad y registró una sociedad no lucrativa de apoyo a iniciativas populares. Hizo propaganda y en seguida empezaron a acudir por allí ciudadanos de todo tipo y de todas las edades con proyectos bajo el brazo. El los estudiaba y seleccionaba y los que le parecían interesantes, por lo novedoso o por la gente que se podía beneficiar por ellos, eran apoyados por la sociedad, financieramente primero y luego que se formó una asesoría de técnicos, también técnicamente.

El dinero así invertido revertía a su vez en la sociedad con lo que la red de proyectos en marcha se multiplicaba aritméticamente. Se rodeó de gente muy capaz, por lo que la dirección de la sociedad, después de ponerla en marcha, no le absorbía todo su tiempo.

Con estas actividades Armiño contagió a sus compañeros su actitud. Tomás pensó que estaba bien dar uso al dinero que tan generosamente encontraban en los libros y puso el suyo a disposición de grupos de teatro, editoriales para autores noveles  y talleres de artesanía.

En cambio las actividades de Andorina, contagiada también por esa ola de vitalidad no tenían relación alguna con el vil metal. Se dedicó a devorar incansable libros de filosofías y religiones orientales. El Yoga, el Tao, el zen, la desvelaron sus secretos. Asistía a cursos y hacía prácticas de meditación y cosas similares.

En cuanto a Ramón, se puede decir que fue el único que conservó la calma. Seguía haciendo su vida habitual y su serenidad era un contraste frente a la febril actividad de sus amigos. Eso les venía bien pues era el único que mantenía las buenas costumbres. El único que proponía salir a cenar, excursiones al campo, asistir a cines y teatros etc…

Todas las tardes, una hora antes de que el sol se ocultara, dejaban los cuatro sus intereses mundanos y acudían a su importante cita en la pradera.

quince

Llevaban dos meses acudiendo sin falta a la pradera del río Tordo, no sabían exactamente lo que buscaban allí, una respuesta, una revelación sobrenatural, un signo que les sacara del mar de dudas en que se encontraban.

Según pasaba el tiempo tenían menos esperanzas de encontrarse con una magia que les hablara. Sin embargo el dinero seguía apareciendo y reapareciendo el libro de Tomás y en el de Armiño. Un día hablaban así entre ellos:

– “Yo pienso que la respuesta a nuestras preguntas la debemos encontrar por nosotros mismos. -Decía Andorina- Hallarla en nuestro interior. Y de hecho creo que hemos encontrado algo, lo prueba el cambio que hemos sufrido en nuestras vidas, en nuestras inquietudes, en nuestras acciones.”

-”Según eso yo lo explicaría así: Una fuerza del cielo nos ha elegido a nosotros para traer la abundancia a Milrras, -Se animaba Tomás, usando su desbordante imaginación- Un Dios que está cansado de ver que la gente pasa penalidades, guerras, hambre y problemas de toda especie y quiere cambiar el destino de los hombres solucionándoles primero el aspecto material.”

-”Eso es lo que decía, Tomás, que dentro de nosotros surgen ideas nuevas, posibilidades diferentes, actitudes desconocidas antes para nosotros, y que a lo mejor no hay una respuesta sino multitudes de ellas, todas las que seamos capaces de imaginar.”

-”Vaya, Andorina, que fácilmente te consuelas. -Decía entonces Armiño decepcionado- Te parece que nos podemos conformar con nuestras fantasías cuando nos está sucediendo algo del todo imposible, que jamás ser humano ha vivido algo semejante.”

-”No con nuestras fantasías Armiño sino con nuestras intuiciones, con el uso de un sentido más elevado y amplio que los que utilizamos corrientemente.

Y de esta manera especulaban los cuatro incansables día tras día.

Transcurría el tiempo y Tomás empezó a ir a la pradera acompañado de sus amigos. Jugaban al fútbol y pronto encontraron gran diversión por lo que se aficionaron e iban allí, por costumbre. También Armiño se hacía acompañar por las personas con quienes trataba más asiduamente en la sociedad y tomó costumbre de citarse allí. Siguiendo su ejemplo Andorina reuníase con sus amigos yoguis. Mas tarde surgieron conciertos, comidas, fiestas, funciones teatrales o circos ambulantes. La pradera se convertía así en un punto importante de la vida social y cultural de la ciudad de Milrras.

Entretanto nuestros amigos seguían esperando una revelación pero pasaba el tiempo y nada fuera de lo común sucedía. Mientras, vivían plenas sus muchas relaciones y la intensidad de su vida. Experimentando diariamente el regalo, el inexplicable milagro de la realidad.

FIN

1992-1995.

Madrid-Tarifa-Madrid.