La ciudad de la abundancia

Escrito por: Arturo Martín Neira

Edición de autor.

 

uno

Una vez, en una ciudad, en una vida, un libro escrito en latín era arrojado por la ventana por un estudiante, enfrascado en su traducción, llamado Armiño.

La misteriosa e insondable casualidad hizo que el libro golpeara al caer en la cabeza de un hombre que en esos instantes pasaba por la acera de la calle Lumier, en la ciudad de Milrras.

Aunque grueso, el libro era menos pesado que otros de los que se amontonaban en las muchas estanterías que se esparcían por el cuarto del estudiante. En eso tuvo suerte el hombre, porque si le llega a caer, por poner solo un ejemplo, el gran diccionario ilustrado de la naturaleza, le hubiera hecho trizas la cabeza, y aún de ésta manera el impacto que se produjo fue de tanta consideración como para dar con el hombre en el suelo. ¡Buff! ¡Vaya golpe! La aceleración de siete pisos de altura convirtió el libro en un pesado pedrusco. A la sazón: ¡La guerra de Jugurta! del inmortal Salustio; el cual no se abrió en toda la trayectoria gracias a una pequeña cinta que hacía a modo de cierre.

Al oír el grito del hombre el estudiante se estremeció y se quedó lívido como una piedra. Ya había arrojado objetos por la ventana otras veces, frascos de cartón vacíos de leche, mondas de naranja… Cuando chico se entretuvo a veces en la fascinante y sugestiva diversión. Cacahuetes, pan tostado, platos de garbanzos y toda clase de comida que le disgustaba y le obligaban sus padres a comer, porque como eran, o habían sido, o podían volver alguna vez los famosos días del hambre, habían cogido la costumbre de vivir asediados por la idea de un gran estómago vacío.

Tenía Armiño aprendido de memoria el tiempo que tardaban los objetos en llegar hasta el suelo de la calle, dependiendo de su peso y la fuerza con que lo arrojaba; sabía que clase de tropiezos podían interponerse en su camino y ya tuvo algún que otro disgusto por ello. Su padre le estrangularía, o le echaría de casa, o al menos se pondría furioso, quizá más que la última vez cuando pagó los hospitales y las cincuenta mil pesetas de indemnización de un desafortunado percance que sufrió una anciana y respetable señora a su paso por la calle Lumier.

Don Ramón se recuperó pronto, de todas maneras, gracias a la ayuda que le prestaron varios niños que jugaban cerca y que se quedaron alucinados por el sucedido. Era un hombre decidido, se levantó y después de taparse con una mano la herida de la cabeza, que chorreaba sangre abundantemente, agarró el libro y se dirigió al portal del edificio gritando insultos y pidiendo socorro. ¡A mí! ¡A mí!

Como una aparición se asomó del segundo piso el dedo acusador, Pablito, quien estaba encantado con la nueva ocasión que le deparaba el destino de perjudicar a su vecino Armiño, por el cual sentía un extraño sentimiento, de rivalidad o envidia o…

¡Ha sido otra vez Armiño, señor, ya le dio el ataque otra vez! ¡Es un verdadero peligro ese tío!

¿Cómo que otra vez? ¿No querrás decir que me han tirado esto a propósito desde el séptimo piso? -Decía Don Ramón, cada vez más asustado y furioso.  – ¡Pues claro! ¡No piense usted que es al primero al que le pasa algo así!

Sin perder un segundo Don Ramón subió hasta el séptimo piso, y al llegar, jadeando por el inconmensurable esfuerzo, tiró con fuerza de la campanilla hasta que Armiño, pálido y demudado, abrió la puerta.

-Pase, pase, por favor. ¡Oh, Dios mío! ¿Pero qué le ha pasado a usted? ¡Qué desgracia, cómo tiene la cabeza, toda roja!

– Pero… ¿Es de usted éste libro?

– ¿Qué libro…? ¡Ah, sí, sí! pero ¿De dónde lo ha sacado?

– ¡Ah, claro, quiere hacerse el tonto! ¿O qué? ¡Creo que me lo ha tirado usted a la cabeza!  ¿No pensará que lo he tirado a posta? ¿Por qué iba yo a querer hacerle daño? ¡Venga, siéntese, está usted herido, yo le lavaré, quítese la camisa!

Don Ramón tuvo que hacer caso de lo que le decía pues estaba totalmente mareado. Armiño le atendió con cuidado y prontitud, sabía qué hacer en estos casos, y cuando le hubo colocado por fin la toalla húmeda en el lugar del daño, se sentó enfrente de Don Ramón y esperó a que despertara de su letargo y abriera los ojos. Mientras tanto se puso a leer en voz alta:

– ¡El dolor, ladrón del tiempo, hacia afuera se arrastra!/ del sepulcro nimbado por la luna con los años navegantes/ la sota de la pena se marcha sigilosa/ desde la fe, henchida por el mar, que puso de rodillas al tiempo/ los viejos olvidan los llantos, reclinan el tiempo en la marea/ y a veces el viento se detiene de golpe. 

Cuando Don Ramón despertó, Armiño ya tenía preparado su discurso:

– ¡Escúcheme, señor, estoy apenadísimo por lo ocurrido y le pido mil disculpas, solo mi mala cabeza al instalar la mesa de estudio al lado de la ventana es la culpable de todo! Ha sido un lamentable accidente, se lo prometo. Iba a coger mi pluma cuando sin querer di un manotazo al libro, que estaba en el borde de la ventana. Me fue imposible evitar que se cayera. ¡Puede comprobarlo si lo desea! ¡Escúcheme, mi padre… viene dentro de media hora, si se entera me matará, por favor, no le diga nada! Vaya a mi habitación y coja lo que más le guste, valga lo que valga, como pago por los daños y por su silencio. ¡Por favor, usted no conoce a mi padre, en éstos casos se convierte en una fiera, se le nubla el pensamiento y ni conoce ni sabe lo que hace! ¡Es horrible!

Don Ramón comprendió mirando los oscuros ojos del muchacho la situación en que se hallaba; pensó esperar y hablar con el padre, pero al fin simpatizó con Armiño y decidió acceder a sus ruegos.

– ¡Me llevaré el mismo libro que se ha caído! ¡Casi lo puedo considerar de mi propiedad! ¿No? Y vendré cada mes a por otro durante un año. ¿De acuerdo?

– ¡Me encanta que le gusten los libros! ¡De acuerdo! ¡Elegirá usted mismo sus libros todos los meses, por supuesto!

– ¡No, preferiría que lo eligieras tú, y con eso me sentiré satisfecho!

– ¡Está bien, está bien!

Enseguida se despidieron. La herida había cerrado bien, Don Ramón se fue hasta satisfecho de cómo se desarrollaron los acontecimientos y Armiño se quedó tranquilizado, con una extraña mezcla de perpejlidad  y de sorpresa.

dos

Los dejó donde estaban. Se guardó el libro en la bolsa y se olvidó a duras penas de lo acontecido mientras cogía un taxi, le mandaba a la calle Lumier y observaba pasmado la ciudad, que parecía que sus habitantes se habían puesto de acuerdo en buscar la felicidad. Pero cuando pisó el primer escalón de la casa de Armiño su pensamiento volvió súbitamente al lugar donde dejó al insigne Salustio y su libro, que le había regalado dos flamantes billetes.  ¡Quizá -pensaba en el colmo de su delirio- como premio a mi interés, o como reconocimiento a mi placer.”!

En la casa de Armiño todo andaba bien, su padre profirió un estruendoso grito, como si se estuviera moviendo un resorte mecánico en su interior o le estuviera acechando un peligro inmenso.

-¿Quién es?

Cuando sonó el timbre por tercera vez se levantó preocupado por tal insistencia y miró varias veces por la mirilla. Al ver que su padre, quién supiera por qué ocultas razones, no se decidía a abrir la puerta, Armiño tomó la iniciativa y se topó de bruces con Don Ramón, todo sofocado y totalmente transportado a un mundo de ensueño, tanto que a Armiño le dieron ganas de cerrar otra vez la puerta para dejar que ese hombre disfrutara a su antojo de su desmán, aunque se refrenó para interpelarle:      – “¡Buenas tardes!, Don Ramón, pase usted, hace más de un mes ya desde nuestro encuentro, pero pase, pase, por favor.”

Don Ramón también estaba sorprendido. A pesar de todos sus latines no tuvo nunca la oportunidad de saborear la bella prosa de Salustio. Si no hubiera sido por el percance de Milrras no hubiera tenido ya suficiente curiosidad para descubrir por sí mismo a este autor, que le estaba transportando a tal delicia… Se había cumplido un mes y ansiaba encontrar en la estancia de Armiño otro bello libro que añadir a su ya larga memoria.

Paró el tren en la estación y al cerrar el libro que con tanta atención leía vio cómo dos billetes de mil pesetas refulgían entre sus grises hojas. Extrañado volvía a abrirlo y comprobó que era cierto. Allí había dos billetes verdes que no había dejado él, por lo que recordaba.

Hizo pasar a su nuevo amigo y lo presentó a sus padres como un competente profesor con quien había hecho amistad. Le hizo pasar a su habitación y le invitó a un té con miel, una vez hubo reposado en el sillón y recuperado las fuerzas y la conciencia.

Aunque no la entereza, Don Ramón se hallaba preso de un estado muy peculiar y absolutamente desconocido para él; de su mente surgían pensamientos inauditos y se tenía a sí mismo como a alguien desconocido, dadas las extrañas sensaciones que como culebras recorrían su cuerpo.

Armiño tenía ya preparado el nuevo libro. Eligió “Papá Goriot”. Aunque temiera que ese hombre conociera a Balzac, y sus muchas obras, guardando una pequeña esperanza de acertar. Y acertó en cierto modo porque, en efecto, Don Ramón había leído casi todo lo de Balzac, autor de su predilección, y además en francés, en su primera y lejana juventud, según le explicó mientras sus manos temblorosas cogían el libro con una veneración tan expresiva que los dos se ruborizaron y azoraron por completo.

Y así departieron largo tiempo, filosofando mientras la noche se apoderaba de la penumbra del atardecer, contándose anécdotas y chistes, disfrutando de ello muy animosos hasta que las toses que se venían oyendo desde el pasillo pronunciaron su indiscreción y se hicieron más que notorias y entró al cuarto la rubia y rechoncha mamá para anunciar la cena a su hijo. En ese momento percibieron el sabroso olor que atravesaba la casa cual nubes de vapor, apenas desfiguradas por los vapores de la tos. Absolutamente aturrullado balbuceó Don Ramón dos palabras de disculpa antes de decir adiós y luego en la puerta se despidió de su amigo con un beso, impulso extraño en él, que no acostumbraba ser tan efusivo. Bajó luego las escaleras corriendo y tropezándose como un chiquillo y caminó hasta el tren como un adolescente enamorado. Sujetaba con fuerza los dos libros, su preciado tesoro.

Ya en el tren, trabó conversación muy animada con una muchacha que decía llamarse Andorina y en el fragor de la charla y de las risas no se percató que las dos mil pesetas se desprendían de sus libros al caer éstos al suelo a causa de los bruscos movimientos del tren. Andorina, amistosamente le advirtió: ¡Oiga, que se le pierde el dinero! La muchacha no comprendió porqué el hombre se quedó pálido y permaneciera absorto durante dos largos minutos sin reaccionar a ningún estimulo.

Sorpresa, temor, a la vez que placer y sentir bullir la sangre, transportado a otros momentos de su vida tiempo há ocultos tras las montañas de recuerdos. Al introducir de nuevo los billetes en el libro comprobó que no eran los de antes, ya que permanecían en el libro de Salustio, sino que lo más probable era que hubieran caído del nuevo; guardó todo cuidadosamente en la bolsa sin darla ninguna explicación a su compañera de viaje. ¿Acaso los habría depositado el mismo Armiño? Pensaba, en su incomprensión. Más tarde se le pasó la preocupación y continúo la charla con Andorina. Llegaron a su destino, la vecina ciudad de Elalba, donde residían, y se atrevieron a irse a cenar juntos. Ramón se sentía espléndido y afortunado. Se hallaba en extremo jovial, cosa rara en él, persona taciturna y solitaria, sin embargo esa noche se derramaba su escondida simpatía a raudales e hizo las delicias de su compañera, que le invitó a tomar una copa en su apartamento.

tres

Y al abrirlos observó que otros tantos billetes habían ocupado el lugar de los anteriores.- ¡Dios mío! -exclamó- ¿Qué es esto? Los cogió, se los guardó arrugados en el bolsillo y salió corriendo de su casa, abrumado por todo tipo de pensamientos. Andorina le estaba esperando en el café Oriental, en la plaza Grande de la ciudad de Elalba. Se había puesto especialmente guapa. Su cabello moreno se mecía con el aire que entraba por la ventana, tras la cual observaba el bullir lúdico de los niños y el alegre volar de las palomas, el suave ondear de los grandes árboles, los ancianos sentados en las sombras y los muchachos fumando en las esquinas. De cuando en cuando, un coche cruzaba lentamente por la estrecha carretera. Llegó Ramón y se abrazaron. Pidieron consumiciones y entablaron animada charla. Varias veces estuvo tentado Ramón de desahogar con Andorina el peso de su secreto. Necesitaba compartirlo, pero… ¿quién podría creerle cuando dijera que se le aparecían y reaparecían billetes de mil pesetas en los libros de Armiño? En verdad era increíble. Y esos recelos le impedían sincerarse con su amiga.

-Luego se fueron paseando por la ciudad. Parándose en las pastelerías y los escaparates. Disfrutando de los muchos parques con que contaba la ciudad. Felices el uno con el otro, risueños y amables pasaron otro día de dicha compartida.

cuatro

 Lentamente pasaban las horas en el estudio de Armiño. Confinado entre sus cuatro paredes, condenado a vivir entre libros de texto, pendiente siempre de los múltiples estudios en los que le embarcaba su padre, sin preguntarle siquiera. Su única salvación, que cuando niño consistía en inventarse mil juegos diferentes, eran los libros. Los otros libros. Aquellos que miraba su padre con disgusto y recelo. Aquellos que buscaba merodeando en las librerías de viejo y que le encuadernaba su amigo Alberto, que le hacían soñar y le transportaban a otros lugares, a otros tiempos, que le daban amigos, no por inventados menos valiosos para él.

Ramón se sentía rejuvenecer por momentos, sobre todo después de leer algunas frases de su nuevo libro de Balzac: “Su vida moral tenía la misma penetración lúcida que sus ojos de lince”. Su vida se había transformado por completo. Se miraba al espejo y se decía: “Tengo cuarenta y un años”, pero el espejo replicaba, enfatizando sus palabras “tengo treinta años” Además de su nueva imagen, su renovada y constante actividad y su irradiante y radiante alegría había acabado en menos de lo que canta un gallo con largos años dedicados al estudio y la meditación, en un voluntario apartamiento del mundo. Ya era raro de por sí que se enrollara con aquella chica del tren, Andorina, pero más raro era lo frecuente que su relación se había hecho, y la intensidad con que Ramón lo disfrutaba. Buen cambio era, también, que a los ojos de Andorina Ramón era un chico encantador, simpático y de lo más maravilloso que antes conociera, ya que Ramón nunca se había considerado nada comunicativo.

-¡Tenga en cuenta, Don Ramón, que me siento muy obligado a usted y que le doy los libros que más quiero!”Le pago un precio alto porque de lo contrario le estaría estafando, pero alta es también la confianza en su complicidad. Ahora conoce a mi padre y entenderá mejor mi situación.”-¡”Claro está muchacho, no le des más vueltas a eso. Y los libros siempre estarán a tu disposición, ya que te estoy cobrando mucho afecto”

Fue vagabundeando despacio por las callejuelas de Milrras, calles estrechas para protegerse de los calores del verano, calles frescas y empinadas que se retuercen constantemente en un perenne anhelo de ascensión. En la cúpula de la montaña una Ermita lo domina todo. Con su románica belleza y su silenciosa grandiosidad, a la que acuden peregrinos, turistas y curiosos de todas partes del mundo. Hacia allí encaminó sus pasos y al cruzar las vías del tren se paró a descansar recostado en la tapia, donde fue testigo de una escena admirable.

Frente a él, escondidos tras un vagón desvencijado se encontraban tres chicos de unos doce años, riéndose estrepitosamente. Viéndoles, Armiño pensaba en su triste soledad. Con sus catorce años todo el día encerrado en su cuarto obligado a estudiar libros soporíferos. Solamente en su colegio había conseguido superar su complejo de niño raro y había hecho algún amigo, como Alberto y Pedrito.

Tanto rato pasó ensimismado con sus inocentes penas que los chicos se percataron de su presencia y se cortaron un poco, pero luego salieron de su escondite y se acercaron a donde estaba Armiño.

Le saludaron con tono de enfado y le preguntaron si no tenía otra cosa que hacer que estar ahí tirado espiándolos. El lo negó y les contó que envidiaba su amistad, que nunca había disfrutado él de unos amigos con los que jugar y divertirse. Todo lo cual apenó a los tres muchachos que decidieron compartir con él su tiempo y sus juegos. Armiño aceptó de buen grado y les invitó a sumarse a su paseo. Los cuatros se dirigieron a la Ermita, alborotando, y pasaron gratamente el tiempo hasta que Luis, el más pequeño, avisó que se tenía que marchar y se dirigieron todos de vuelta a la ciudad. Una vez allí acompañaron al pequeño a casa. Los tres entraron pero Armiño se disculpó, ya que a él también se le había hecho demasiado tarde. Quedaron en verse al día siguiente.

Gracias a estos tres simpáticos y alegres niños Armiño tuvo ocasión de vivir los siguientes días aquello que tanto echaba de menos: Unos amigos con los que jugar y olvidarse de los estudios. Tuvo que inventarse varias excusas para que sus padres permitieran sus salidas, más cuando se le acabó el repertorio y sus padres, escamados, le hicieron demasiadas preguntas comprendió que se le iba a acabar la felicidad. La visita de Don Ramón le dio una gran idea.

Se había cumplido otro mes, Armiño había olvidado a Don Ramón, enfrascado como estaba en sus aventuras por lo que la visita le sorprendió y le devolvió de golpe toda la extrañeza que le procuraba éste hombre. Ese día le dio uno de los libros que más apreciaba: “El Quijote”. Se lo dio con pena. Tenía la sensación de que con esos libros entregaba una parte de sí mismo. Aunque tenía muchos pero siempre le daba los mejores.

Habían cogido ya mucha confianza entre ellos y quedaron charlando un buen rato y así fue como Armiño contó a Ramón sus aventuras y su preocupación por no poder seguir saliendo de casa. Ramón le propuso decir a sus padres que necesitaba recibir  sus clases. Gracias a la elocuencia de Ramón eso fue lo que hicieron y sus padres, sin apenas resquemores accedieron. Antes de despedirse quedaron en verse pronto, uno presentaría a sus amigos y el otro a su novia.

Armiño quedó entusiasmado, qué suerte la suya, podría seguir escapándose de su encierro. Cogió una novela de Jack London entre sus manos pero era tal la inquietud que tenía que apenas pudo leer un párrafo. Cerró los ojos y soñó despierto con sus amigos, con Ramón, y se imaginó que su novia se enamoraba de él, que juntos escapaban a otro país, que Ramón les perseguía por tierra y mar con intención de matarlos y en el camino conocía otra mujer por lo que les dejó tranquilos y ellos siguieron disfrutando de los muchos placeres que les daban sus cuerpos y de mil aventuras que en el nuevo país les sucedían.

cinco

Pasaban las horas lentamente en esa tarde lluviosa. Era el mes de octubre, todavía hacía calor. Tumbado en la cama y aburrido, Armiño daba vueltas y más vueltas a una idea que no se podía quitar de la cabeza. El caso era que no podía comprender el porqué de su obsesión. Según se iba acercando el momento en que Ramón vendría a por su tercer libro más poderosa se hacía, más terreno ganaba en su pensamiento esa idea. Esa obsesión. Entre el dudar del libro a elegir, la imagen de Don Ramón, tan cambiante, tan inclasificable. Estaba seguro que no faltaría ésta vez a la cita. Y que le cobraría indefectiblemente los doce libros prometidos. Estos pensamientos le impedían concentrarse en cosa de provecho alguna. Hastiado de su propia preocupación salió a la calle.

Ramón también estaba entusiasmado. Mirando por la ventanilla del tren su mente hacía una especie de balance. Recordó cuando fue por el segundo libro, recordó su inquietud al comprobar que era tan generoso como el anterior. Y ahora sabía sin mirarlo que el Quijote que tenía en sus manos también le ofrecería su dádiva: Dos billetes de mil pesetas, capaces de volver a su sitio, o mejor dicho renovados eficazmente siempre que él osara cogerlos. Solían tardar cinco minutos en volver a aparecer. Claro está que se había aprovechado y que había aumentado considerablemente sus gastos. Por ello se sentía incómodo. Incómodo también por llevar a cuestas algo tan increíble como lo que le estaba pasando sin compartirlo con nadie. Un secreto pesado de llevar que lo entristecía más veces de las que él hubiera deseado.

Después de estos dos meses había llegado a una clara convicción: Los libros producían cambios en su persona, en su carácter, e incluso en sus pensamientos y si se paraba un poco más a pensarlo diría  que también en su cuerpo y en su rostro…

No recordaba claramente cómo eran antes las cosas, qué le preocupara, qué gente conociera… todo estaba borroso, como si su vida anterior fuera un sueño, o el rastro de alguna fantasía de su juventud. Le parecía que estaba viviendo hacia atrás y que su pasado estaba en blanco y como pendiente de vivir. Ahora, al contemplar los bosques de encinas y álamos, las pronunciadas pendientes del cerro del Abedul; montañas que separaban Milrras de Elalba. Ahora, al sumergirse en los túneles y contemplar la piedra quebrantada. Ahora podía decirse que había estado todo el tiempo engañándose, cegándose con la concupiscencia del dinero y la fortuna fácil y regalada para no afrontar la realidad que estaba viviendo. ¿Quien era? ¿Seguía siendo Don Ramón, el amigo de la tranquilidad de las bibliotecas? ¿El asiduo visitante de las salas de conciertos y de arte? ¿Seguía siendo Don Ramón, el serio e íntegro profesor, que daba a sus alumnos ejemplo de intachable formalidad y consecuencia?

¿O era acaso Ramón, amante de Andorina, su flamante novia? ¿O era Ramón, que se olvidaba de la lección que explicaba contemplando extasiado la belleza adolescente de sus alumnas y alumnos? Si era incomprensible encontrarse continuamente dos billetes en los libros que Armiño le proporcionaba, ¿No era acaso más  incomprensible todavía mirarse en un espejo y sentir su imagen con diez años menos, sin arrugas, sin penas? ¿O salir a la calle y no parar de hablar con la gente en un derroche de sociabilidad que antes no conocía sino por alguna borrachera memorable?

Llegaba el tren a Elalba. Ciudad blanca, que conserva intactas sus variadas herencias, judías y árabes, romanas y cristianas, e incluso la primitiva, que apenas se recordaba.

Se le hizo corto a Ramón el viaje, quien empezaba a pensar en algo más tenebroso que todo lo anterior, porque en el tiempo que llevaba bajo la influencia de los libros de Armiño le acompañaban sensaciones desconocidas, la mayor parte inaferrables, siempre cambiantes, infinitas. Temor, entusiasmo, placer, dolor… como si se hubiera introducido en su interior un genio con fuerza y voluntad o un elemento que hacía florecer su consciencia.

Pero todo eso era demasiada enjundia para esos momentos en que se bajaba del tren, caminaba hacia su casa y le pesaba la cabeza con un cansancio feroz, por lo que intentó distraerse con cosas más mundanas y preparó mentalmente la excursión a Milrras, cuando conocería, acompañado de Andorina, a los nuevos amigos de Armiño, con el cual no dejaba de sentirse en deuda. ¿Tendría él alguna intuición de lo que estaba ocurriendo con sus libros?

Luego en casa se sintió más liviano y después de una ducha caliente se encontró completamente relajado. Decidió ver a Andorina y llevarla algún obsequio, un “regalo especial”.

Su relación con Andorina había elevado sus gastos. Hoy quería llevarla al cine. Se había retrasado el cheque que le enviaba regularmente la escuela donde impartía sus clases y se acordó de los libros de Armiño. Allí seguían descansando los billetes que inexplicablemente aparecieran, eso le hizo respirar aliviado. Podría llevar a su chica al cine, a tomar unas copas por ahí, a bailar y divertirse bien ésa noche. Antes de salir, ya cuando abría la puerta para marcharse pasó por su cerebro una fugaz imagen y regresó a la biblioteca, cogió de nuevo los libros

Cogió el “Don Quijote”, sacó los dos billetes, que allí estaban, como había supuesto bien. Lo envolvió en papel de regalo y salió de su casa.

Con Andorina, que ya estaba en la cama cuando él llegó, todo transcurrió como solía, suave y amable, riente y feliz. Le agradeció el regalo con besos y abrazos y le prometió acompañarle a su excursión a Milrras.

seis

Y llegó el día siguiente, después de aquella noche en la que Armiño no pudo dormir apenas, pues su inquietud superaba con creces su cansancio. Se levantaba de la cama, encendía la luz, escribía algunas palabras inconexas, preludios de poemas, hojeaba sus libros preferidos, volvía a acostarse. Se levantaba otra vez, deambulaba sigilosamente por la casa, abría la nevera, bebía un vaso de leche, comía una galleta, y así largas horas, que se hacían eternas. Tal era la ilusión que tenía por que llegara el amanecer que le hubiera gustado saltarse la noche y pensaba en los sucesos del día siguiente imaginándose mil posibilidades diferentes.

Y amaneció también para Andorina, quién en el momento de desayunarse unas opíparas tostadas con mantequilla manoseaba con fruición el regalo recibido de Ramón, Un Quijote, como sabemos, encuadernado en piel granate, con letras y dibujos grabados en oro. “Un libro precioso” pensó. Cuando descubre entre sus hojas un billete de diez mil pesetas. A veces había comentado a Ramón sus penurias económicas por lo que agradeció aún más el detalle. Terminó de acicalarse delante del espejo cuando observó con extrañeza su cara. ¡Que juvenil y atractiva se veía! El sol del amanecer entraba por la ventana y sus reflejos luminosos se esparcían por el cuarto de baño. Deseó retener para siempre ése momento. Cuando salió de la ducha envuelta en su toalla blanca fue al dormitorio y al coger el vestido de los lunares amarillos se vio reflejada en el gran espejo que había en el interior del armario. ¡Dios mío! Paró casi diez minutos observándose desnuda y se dijo lo injusta que había sido con su cuerpo sacando faltas cuando ahora le parecía  perfecto. Hacía tiempo que no se sentía tan enamorada de sí misma, tan atractiva y radiante.

Salió a la calle con su flamante billete azul y ataviada con su liviano y sedoso vestido amarillo.

Y amaneció también para los tres amigos de Armiño que nerviosos y plenos de vitalidad salieron a la calle para encontrarse y caminaron hacia las vías del tren, donde se encontraron con Armiño, con quien fueron a la estación para encontrarse con sus desconocidos amigos.

Y llegó el tren, todos se saludaron, efusivos, y marcharon hacia la vega que bordeaba Milrras, caminaron por el bosque, lleno de hayas y pinos, hasta encontrar una pradera donde el río Tordo se permitía detenerse entre unas piedras y solazarse por unos instantes  formando una poza profunda con sus aguas cristalinas.

Las hojas de los árboles caían anunciando el otoño y Andorina se vio reflejada en el agua y se sintió la mujer más dichosa de todo un universo. Al ser un día de labor pocos paseantes fueron testigos de la felicidad que les embargó a todos durante el largo rato en que se revolcaron en el agua y en el sol que calentaba la frondosa tierra.

Luego comieron los bocadillos que habían traído los pequeños y charlaron largo rato. Así recayó la conversación en el tema preferido de Armiño y de Ramón: Los libros. Para el primero, una extraña relación de amor y odio. Tan amados como aborrecidos .La obligación de estudiar, tan pesada, y la evasión y placer en la rebeldía que le proporcionaba la literatura.

-”¡Los libros son como grandes y fieles amigos, -empezó Armiño- ! ¡Ahí están siempre, en el estante, a la espera de que te acuerdes de ellos, invitándote a pasar un ratito juntos, a iniciarte en sus secretos, a llevarte a países lejanos y vivir mil aventuras. ¡Ahí están siempre, en las librerías o bibliotecas, invitándote a descubrirles!” “¡Pocas veces traicionan! Tienen vida propia, una vez que se liberan de su padre, el autor, viven su independencia. Unos prefieren un tipo de lectores, otros prefieren otros, a algunos les gustan los niños, otros han nacido para reposar la vejez. Aquellos los estudiosos, éstos los aburridos. Son perlas de los seres humanos, desde que nacen ávidos de escuchar historias; antes se oían al calor del fuego, se iban transmitiendo de boca en boca y formaban la leyenda y la cultura de los pueblos en un amasijo compacto. Hoy están ahí, esperando amigos y confiando en la curiosidad de las gentes.”

Todos se quedaron expectantes escuchando al chico, Ramón era presa de una ligera inquietud, su secreto le atenazaba y le impedía expresarse. Todos esperaban que dijera algo, ahora que hablaban de su tema preferido. Más no hizo otra cosa sino enmudecer.

Andorina se incorporó diciendo:

-”¡Para mí los libros son un consuelo en la soledad! Al contrario que las películas hacen participar toda tu imaginación, te implican en las historias. ¡Una novela y un cuento no se completan más que con el lector, no se puede comprender que la historia existe, que nace, hasta que no vive en la memoria del que la lee!”

Después de hablar así se dirigió hacia donde jugaban los tres pequeños. Había hablado rápido para incitar a Ramón pero él seguía tan silencioso que parecía abstraído del todo.

-¿Que piensas, Ramón?

-Pienso. No sabría decirte, pienso… en que no hay mérito en ser lector, no estoy de acuerdo con Andorina. La acción, la vida, es prerrogativa del que escribe, el lector no hace más que asentir, admirar e incluso negar. El uno necesita del otro, eso es cierto, pero yo siempre envidiaré al que es capaz de escribir su sueño, para que otros lo tomen prestado. Otra cosa Armiño… ¿Qué crees tú de las cosas imposibles? Me gustaría saber tu opinión.

-¡Las cosas imposibles, imposibles son… Pero pienso que hay voluntades más o menos poderosas, todas lo son, pero hay algunas que no se dejan interferir por el deseo, la pasión o el desánimo, ésas son poderosas, capaces de mover montañas y llegar hasta Dios. ¿Pero dónde están, quién las conoce? ¡Mira, Ramón, me he pasado mi corta vida encerrado en mi habitación, mis juegos han sido los de los filósofos; mi cuarto de estudio, en un afán de rebeldía ante la imposición de estudiar se ha convertido en un laboratorio de alquimia, pero nunca he pretendido conseguir cosas sobrenaturales, eso pudiera ser tentar al Ser Supremo que hace posible esta vida maravillosa. Pero esa alquimia de que te hablo ha transmutado mi angustia en placer y mi odio en amor. Se que a mi edad no debería hablar así, soy un lamentable chico raro. Pero… ¿Qué hubiera hecho yo sin esos sueños?!

-Armiño, he de decirte que ayer regalé a Andorina el libro que me diste y llevo todo el día deprimido. Creía que hacerla un regalo me iba a hacer feliz y sin embargo me siento como dolorido… Como si te hubiera traicionado.

-¿Traicionado? -sonrió Armiño- “Ni hablar”. Me has dado un regalo a mí también, me has regalado una amiga. Te daré otro, y esta vez no como pago de ninguna deuda, quiero que me aceptes otro libro como un regalo de amistad, te tengo mucho cariño, Ramón, en realidad eres el primer amigo serio que he tenido en mi vida.

Era una escena admirable, nuestros amigos, Armiño y Ramón, literalmente anegados en lágrimas de emoción y a la orilla del río, Andorina jugaba como una más entre los niños y el agua. ¿Quién hubiera podido retratarla?

Con éstas y otras ocurrencias transcurrió el día. Al caer la tarde Andorina y Ramón se despidieron. Fueron a la estación a tomar el tren y Ramón se seguía sintiendo desconsolado. Al partir el tren acordose del libro que le hubo ofrecido Armiño, no sabía porqué pero pensaba que al recibir el nuevo libro iba a pasársele la congoja que le poseía. En el camino miró con atención a Andorina, quien irradiaba felicidad y contento. Reconoció en ella los mismos efectos que le producían a él mismo los libros de Armiño, rejuvenecida y llena de una luz que magnetizaba todo a su alrededor.


 

 

© Arturo Martín Neira. 2021

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *